En el año 1523, don Alonso III de Fonseca, luego de ocupar la sede compostelana, fue nombrado arzobispo de Toledo. Gracias a su amistad con el emperador Carlos I y con la nobleza de la corte, se movió ampliamente por la geografía peninsular, asentándose durante su pontificado en Alcalá de Henares, ciudad en la que falleció en 1534. En Alcalá tuvo la ocasión de conocer a un fraile franciscano, vehemente en sus prédicas y áspero en sus penitencias, que se dedicaba principalmente a “predicar en las iglesias de todos los pueblos, en las calles, en las plazas, en las aldeas; a chicos, medianos y a grandes”. Este padre franciscano era fray Juan de Navarrete, que pertenecía al convento de Santa María de Jesús, casa en la que había fallecido San Diego de Alcalá en 1463, donde desempeñó el oficio de portero y jardinero. Según apunta el Licenciado Molina, fray Juan había nacido en Navarrete en los años finales del siglo XV, sin especificar si se trata de la villa situada hoy en los términos de la comunidad de La Rioja, o si por el contrario se trata de otro núcleo menor con el mismo nombre.
Inspirado por fray Cherubino de Espoleto, fray Juan fue un gran propagador de la devoción eucarística, fundando cofradías en honor del Santísimo Sacramento e invirtiendo las dádivas que reunía para comprar toallas, corporales, patenas o cálices para las iglesias pobres a donde acudía a predicar. En estos años, parece que este fraile franciscano fue ordenado sacerdote. El celo y apostolado de fray Juan de Navarrete en defensa de la Eucaristía se enmarca en un momento trágico donde las ideas protestantes cuestionaban la presencia real de Cristo en este sacramento, siendo el precursor de otras figuras capitales en la extensión de este misterio en España, como San Pascual Baylón, San Juan de Ribera, San Salvador de Horta, o por ejemplo en la diócesis de Santiago, la figura del arzobispo don Juan de Sanclemente (1534-1602). Fray Juan trabó gran amistad con doña Teresa Enríquez (1450-1529), apodada cariñosamente por el papa Julio II como “la loca del Sacramento”. Esta señora, esposa del comendador mayor de León, don Gutierre López de Cárdenas, ostentaban conjuntamente el título de primeros señores de Torrijos; en esta villa dotaron y enriquecieron la iglesia, dedicada al Santísimo Sacramento. Fundó, del mismo modo, cofradías eucarísticas y era la principal dispensadora de objetos de culto para su padre espiritual, el P. Navarrete. Doña Teresa se retiró al convento de las Concepcionistas de Torrijos, donde falleció en olor de santidad.
Observando su vida santa, Alonso III de Fonseca ordenó a fray Juan que acudiese a misionar a las aldeas de Asturias y Galicia, tarea en la que ocupó providencialmente sus tres últimos años de vida. Luego de pasar unos meses por su primer destino, este apóstol de la Eucaristía llegó -muy seguramente- a Santiago de Compostela, tanto para encontrarse con sus hermanos en la minoridad, como para peregrinar y venerar los restos del apóstol Santiago. En este convento se conservaba -según fuentes antiguas- una arqueta forrada con cordobanes y tafetán, regalo de la “loca del Sacramento” a Juan de Navarrete, donde solía transportar los ornamentos y vasos sagrados; según la tradición, en la sacristía también se hallaba un cáliz de estilo plateresco con el que celebraba el venerable religioso. Su destino definitivo fue el convento de San Francisco de Pontevedra, ciudad en la que descansan sus restos mortales y donde su fama cobró una gran extensión, tanto por los milagros obrados en vida como después de su muerte.
A su llegada a Pontevedra, la población estaba afectada por un desastroso brote epidémico, motivo que hizo que el fraile tuviese que aunar el ejercicio de la predicación con la asistencia de los enfermos y pobres. En su curso vital encontramos dos grandes prodigios: el primero de ellos fue que, estando Pontevedra sumida en esta peste, fray Juan subió al púlpito de la iglesia de San Bartolomé, dirigiendo a los naturales la siguiente petición: “Yo os prometo de parte de Dios, que cesará la epidemia y que por cuarenta años no la habrá en esta villa si se hiciese una cofradía en memoria de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”. Después de elevar canónicamente esta hermandad, la promesa parece que fue cumplida. En otra ocasión, estando la comunidad en los Divinos Oficios en su iglesia, las golondrinas entraban y salían por las puertas y ventanas, ensuciando a su paso los altares y las imágenes de los santos; como esto era intolerable, el fraile les echó una maldición, y desde ese momento, ninguna se atrevió a entrar o, si lo hace, le cuesta su propia vida. Otro de milagros que obraba durante su existencia terrena era la curación del mal de la rabia, trazando sobre el enfermo la señal de la Cruz e invocando sobre él el auxilio divino. Pero el cometido de fray Juan no era solo hacer milagros en nombre de Dios, más bien, su trabajo radicaba en acudir a las parroquias para acercar a los fieles a la Fe Católica y procurar la conversión de sus costumbres.
En una salida, fray Juan fue a predicar a Portonovo, convocando a los lugareños al son de una campanilla, para luego dirigirles una plática sagrada y celebrar la Santa Misa. En su homilía tuvo una especie de revelación, que comunicó a los presentes de inmediato “uno de los que aquí estamos, morirá pasados tres días”. Después de estos oficios, el venerable franciscano -agotado por su labor misionera- se sirvió de un asno para poder trasladarse a Pontevedra y llevar las alhajas con las que acostumbraba a celebrar y ofrecer a los templos pobres. Llegado a un promontorio llamado Portela de Fabeira, el asno tropezó y derribó a fray Juan, quebrándole el espinazo y dejándolo agonizante. Este lugar quedó señalado por unos manantiales, por cuyas aguas Dios obró varios milagros en favor de los devotos. Siguiendo la toponimia actual, este enclave se corresponde con la aldea de Pedrouzos, en la feligresía de Santa Baia de Nantes. Sin embargo, fiel a su profecía, su muerte no fue inmediata, sino que un labrador que pasaba por allí lo encontró y lo llevó a su casa; fray Juan le dijo al hortelano: “Mira, que me serás testigo, que muero en la Fe Católica de la Santa Iglesia de Roma, delante de Nuestro Señor Jesucristo”. La morada del labrador donde falleció fray Juan se corresponde, según la tradición, con la capilla que hoy vemos en esta aldea, dedicada a este Santo. El año de su muerte sucedió en 1528.
Su cuerpo fue trasladado a Pontevedra, al convento de San Francisco, donde se encuentra su sepulcro y un altar donde se venera una peculiar imagen suya, predicando dentro de un púlpito. Luego de su muerte obró más de una treintena de milagros, recogidos públicamente en actas notariales, el más sonado fue el que obró hacia 1590 en favor de otro Santo gallego, mártir en Japón: San Francisco Blanco. Debilitado por unas fiebres, los superiores destinaron a fray Francisco al convento de Pontevedra, por si la brisa del mar le curaría tales dolencias. Viendo que estas no cedían, con licencia del superior se encomendó a fray Juan, haciéndole una novena y durmiendo otros tantos días sobre su sepulcro. Al cabo de estos, se repuso y se ofreció como misionero para ir a evangelizar al Extremo Oriente, donde finalmente sería crucificado.
Aunque fray Juan de Navarrete nunca fue oficialmente canonizado, su nombre fue incluido igualmente en el martirologio de la Orden Franciscana, celebrándose su fiesta el 14 de octubre. En la parroquia de Nantes se conmemora en el día de San Juan Bautista ya que, en esa jornada, un devoto del Santo -Andrés Crespo- dejó fundada e instituyó una Misa perpetua. En esta capilla existe, también, una imagen suya vestido con el hábito de la Orden, con un bordón y sombrero de peregrino, con el que buscaría alivio de las inclemencias del tiempo durante sus misiones. Actualmente se está investigando y profundizando en su biografía, para ofrecer un estudio acerca de su obra y de sus milagros.
Luis Ángel Bermúdez Fernández