Festejamos hoy a San Juan de Ávila, el patrón del clero secular español. Un santo al que su identidad sacerdotal envolvía de tal manera que todo su quehacer pastoral era hablar al corazón de quien le escuchaba, llamarle a la conversión y enamorarle de Cristo, con el que se sentía hondamente identificado.
No es un santo antiguo. La santidad, de hecho, no es jamás pieza de museo u objeto a colocar en una vitrina para contemplarla ociosamente. La santidad, realidad siempre moderna, es una llamada apremiante, al cumplimiento de la voluntad de Dios, aprovechando las gracias que el Espíritu Santo derrama en la Iglesia. Y aunque San Juan de Ávila promovió las vocaciones laicales y a la vida consagrada, su modo de vida, sus gozos y sus esperanzas, sus tristezas y angustias hacen de él muy específicamente un referente para los sacerdotes. Era un apasionado de Dios, austero en los bienes materiales, lleno de fe, de entusiasmo evangelizador y de caridad pastoral.
Al evocar hoy su figura, que es una riqueza del patrimonio común del santoral español, grande en aquellos siglos de esplendor en que la fe era como la seña de identidad, nuestra Iglesia diocesana rinde homenaje merecido a sus sacerdotes, hoy especialmente a aquellos que cumplen sus bodas de platino, diamante, oro o plata en el servicio pastoral a los diocesanos.
Os pido, queridos diocesanos, que tengáis un recuerdo especial para nuestros sacerdotes que han dado y siguen dando todo para vivir esta vocación hermosa del sacerdocio. Rezad por ellos, agradeciendo este don recibido y pidiendo al Señor que sean santos y vayan configurándose con Cristo, sumo y eterno sacerdote. El sacerdote sale de la comunidad y vuelve a ella para servirla. Y como San Juan de Ávila ha de buscar, con vuestro apoyo y ayuda, imitar el amor de Cristo en el acompañamiento de las personas que le han sido confiadas en el ministerio sacerdotal.