El coronavirus me está humillando profundamente. Dentro de nada voy a celebrar las bodas de diamante, sesenta años de sacerdote, siempre predicando, escribiendo, siempre metido en mil compromisos, total para nada porque no creo que todo ello haya significado gran cosa. No he convertido a nadie ni he cambiado para nada el mundo. Mi vida va a pasar como el humo en día de vendaval o como huésped de un solo día. No es que esto me deprima demasiado; estoy a las órdenes de que me llamó a esta milicia. Es una simple impresión personal.
Mi esterilidad y pobreza me hace valorar enormemente la catequesis en la que el coronavirus nos está metiendo a todos. En lo que llevamos de cuaresma ha conseguido cambiar nuestras rutinas consumistas, ha terminado con los vicios públicos contra los que tronaban los predicadores, como el juego, la prostitución, el botellón, las discotecas, cines, contubernios masónicos, misas satánicas y demás antros de perdición. El dinero pierde su valor porque no puedes salir de casa, la bolsa se deprime, ya nadie invierte. En lo único que se distingue al pobre del rico es en el tamaño de la casa. España se ha convertido en un inmenso monasterio. En estos días vuelve a sonar como verosímil aquel viejo gregoriano con el que cantábamos: Media vita in morte sumus, es decir, a la mitad de la vida estamos en peligro de muerte. Da la impresión de que este año D. Carnal lleva todas las de perder en su lucha con Doña Cuaresma que este año se llama D. Coronavirus.
La catequesis, sin embargo, se queda ahí y no por culpa del coronavirus. La gente no está dispuesta a ir más allá. La cuaresma nos invita a una verdadera conversión, a cambiar por dentro, a superar los consumismos malsanos. Sin embargo, todos nosotros estamos deseando que se acabe esta pesadilla y hace planes para el día que podamos estar juntos de nuevo, cuando nos podamos abrazar sin miedo, cuando estornudemos tranquilos si te pica la nariz, cuando no veas en el desconocido que llama a tu puerta al ángel exterminador. La nueva vida será maravillosa y prometemos sacar gusto al más pequeño de los placeres. Cantamos con los estudiantes: Gaudeamus, igitur, juvenes dum sumus.
Una pregunta: ¿Seremos lo mismo después de esta pandemia? ¿No nos quedará algo después de esta magnífica catequesis? Os digo que ha habido muchos predicadores que nos han hablado de la muerte, pero como el coronavirus ninguno. Este no solamente nos enfrenta con la muerte sino que tiene poder de matar. Mata. Por eso la angustia difusa que planea por doquier nos va cambiar ciertas percepciones. A los que les haga enfrentarse con la muerte les acercará un poco más a la realidad.
Acabo de ver un vídeo en el que un sacerdote cuenta a su feligresía que tiene el virus. Se lo cuenta con pelos y señales entre abundantes lágrimas y, al final, termina emplazándoles a volver a reír libres cuando llegue la primavera. Encomienda a algunos conocidos pero no menciona nada de su “posible” muerte; no se siente amenazado, no hay catequesis ni atisbos de resurrección. No hay consuelo cristiano para los viejitos muertos de miedo que viven por sus pisos, ni la cruz gloriosa de Cristo para sus feligreses angustiados. No acepta al coronavirus como catequista. Predicación nula, solo el augurio vacuo de los días felices que volverán.
Evidentemente, estos días los deseamos todos, pero el kairós a lo mejor no pasa dos veces. Si somos tan superficiales ¿qué predicaremos los domingos después de la victoria contra el bichito? En castellano se dice que “la ocasión la pintan calva”, o sea, que hay que aprovechar las ocasiones y las buenas coyunturas. Yo soy muy antiguo, pero digo que, como peste, detesto al coronavirus pero como agente pastoral en esta cuaresma me quito el sombrero delante de él.
Fuente: Montse y Javier · Comunidade Caná