El creyente israelita encuentra en el libro del Deuteronomio una confesión de fe. Reconoce que sus raíces estaban en Mesopotamia; que el Señor bendijo a sus ancestros haciendo que su número se multiplicara. Estuvieron en Egipto, y en un determinado momento, con el cambio de dinastía, los oprimieron. Sin embargo el Señor, por medio de los prodigios que hizo, los liberó de aquella esclavitud y les dio una tierra “que mana leche y miel”. Por eso los creyentes llevan sus primicias al Señor, y se postraban ante Él: porque es el salvador del pueblo.
San Pablo dice a los Romanos que la palabra de Dios, que reside en sus corazones, les ha de servir para confesar su fe. Si creen que el Padre resucitó a Cristo de entre los muertos, serán salvos. De hecho, con los sentimientos del corazón se logra la justicia, y se consigue la salvación con la expresión de los labios. Al invocar el nombre del Señor, nos salvaremos, porque “nadie que crea en el Señor será confundido”. En la actual situación, no hemos de sentirnos discriminados los que hemos llegado a Cristo desde el paganismo, pues en Cristo no hay judío ni griego, sino que todos formamos un solo cuerpo.
San Lucas presenta a Jesús lleno del Espíritu Santo. Este le conduce al desierto y le sostiene y fortalece mientras es tentado por el diablo. Este le pide que demuestre su condición mesiánica convirtiendo en pan las piedras, y Jesús replica que el hombre no vive solo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios; le promete darle todo, con tal que le adore, y el responde que solamente a Dios se ha de adorar; le pide que se tire del alero del templo abajo, para que sus ángeles acudan a acogerle, y Jesús cierra la tentación diciendo que no se debe nunca tentar al Señor, nuestro Dios.
José Fernández Lago