La memoria con el corazón

En unos días, concretamente el 7 de diciembre, se cumplirán los cincuenta años de la muerte del Cardenal Fernando Quiroga Palacios, obispo que fue de Mondoñedo-Ferrol y Arzobispo de Santiago. San Buenaventura dice que donde no llega el entendimiento, toma vuelos el afecto. Mi entendimiento se mueve no con la clarividencia que yo desearía para discernir lo substancial del ministerio episcopal de D. Fernando, que, como el diamante, en cada una de sus caras, manifiesta verdad, belleza y bondad, pero sí con el afecto sincero para estimarlo en toda su consistencia y significado. Su biografía es ampliamente conocida. Es mucho lo que he oído hablar de él con tanto reconocimiento cuando he visitado las parroquias de la Diócesis. Los diocesanos se refieren a él en tono cercano, agradecido y familiar, reconociendo a la persona bondadosa que actuaba siempre con caridad pastoral.

Cuando llegó como Arzobispo a la Iglesia Compostelana, venía equipado con la preparación intelectual, la sensibilidad espiritual, la responsabilidad asumida y la autoridad servicial para realizar la misión que se le encomendó en esta Iglesia compostelana. Supo mirar lejos y en profundidad, sin dejarse deslumbrar por resplandores inesperados, para predicar el evangelio, guiar la comunidad diocesana, dar testimonio público ante los hombres, y ser puente entre Iglesia y sociedad, fe y razón. Un pastoreo siempre complejo al que humanamente nos aproximan las palabras riesgo, confianza y aventura sin olvidarse de la intervención del Espíritu que nos da esas certezas arcanas como la expresada por la repetida frase del Obispo de Hipona: “Concede el don de lo que mandas y manda lo que quieras”. En este sentido se percibe que uno camina “entre las turbaciones del mundo y los consuelos de Dios”.

Don Fernando sabía que este ministerio es acción de la gracia sobre quien ha sido llamado a ejercerlo en una desinteresada entrega aunque esto se oponga a sus deseos de autorrealización y estima, colaborando así a la alegría de sus diocesanos (2Cor 1,24). Esto genera honda satisfacción y pleno sentido a la vida asumiendo la misión de anunciar la Palabra de Dios, interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe, celebrar la liturgia, y cuidar el servicio de la caridad.

Hombre de Dios, hombre de la Iglesia, hombre de los hombres, buscó cumplir la voluntad de Dios. En la vida normal se bordea siempre el misterio, a veces incluso la vida es absorbida por el mismo misterio como urdimbre que nos lleva a comprender la existencia como gracia y tarea. Es esa vertiente inefable de nuestro existir, que solo puede ser contemplada por la fe que trasciende toda ciencia. Traslucía una actitud pastoral significada por la inteligencia, la sencillez y el afecto fraterno, en la que la fidelidad se conjugó con el servicio a los diocesanos, descubriendo los grandes retos que hace el Espíritu en la nebulosa de la historia, dándoles la cara desde la fe y manteniéndose firme en todo momento como yunque golpeado, al decir de San Ignacio a San Policarpo.

No le faltaron noches obscuras que siempre son purificadoras y que nos hacen buscar a Dios allí donde realmente está y no donde a veces nosotros quisiéramos que estuviera. Bien es verdad que para acercarnos a esta zarza ardiendo tenemos que despojarnos de prejuicios y situarnos en la perspectiva de la fe y en la confianza en Cristo que siempre cuida de la Iglesia. Así fue confeccionando el tapiz de una existencia polícroma. La prudencia y el realismo, la fidelidad y la exigencia de renovación, el sentir eclesial y los interrogantes del hombre son las claves que nos ayudan a interpretar los acentos de su “enseñar, regir, apacentar y santificar”. Escribía el Cardenal Suhard: “Ser testimonio significa hacerse misterio, vivir de manera tal que la propia vida sería inexplicable si Dios no existiese”.

Como refiere uno de nuestros poetas, hemos de vigilar para que no nos suceda como a aquellos “que comieron el pan de la memoria, tan hartos y tan lentos para el día que viene”. Recordamos aquella máxima específicamente cristiana: la esperanza está en la historia y el hombre al mirarse en ella se abrirá al futuro, conforme a la afirmación de san Agustín: “También nosotros mismos seremos el Día séptimo, el Día más allá del tiempo”. En este sentido las mejores palabras son aquellas que acucian los ojos del alma porque “las raíces de las palabras vienen al corazón de las cosas”, y la palabra que mejor refleja este afecto al Cardenal Quiroga Palacios es gratitud acompañada de la oración. ¡Hagamos memoria de él con el corazón!

Mons. Julián Barrio

Fuente: El Correo Gallego