Las reliquias del monasterio de San Paio de Antealtares

La ciudad de Santiago es en su conjunto, sin lugar a duda, un gran “relicario”; primero, porque su fundación y consolidación urbana vino derivada de la aparición de los restos del Apóstol y, segundo, sus iglesias y monasterios albergan asombrosas cantidades de “pedazos” de cuerpos santos, fruto de la devoción particular de sus fieles y moradores.

Aunque su retablo-relicario de estilo barroco esté cerrado habitualmente, la iglesia de las MM. Benedictinas es un claro ejemplo de esto; basta con acudir al archivo conventual para encontrarnos con varios memoriales que relatan y recogen la colección de reliquias, sus auténticas (el certificado de autenticidad, por así decirlo), así como las indulgencias concedidas al venerarlas. En un legajo, que fue aprovechado para narrar la visita de la reina Isabel II (con su esposo, la infanta Isabel y el futuro rey Alfonso XII, que todavía era una criatura) al monasterio el 9 de septiembre de 1858, se nos da cuenta de las siguientes reliquias: “Un brazo de San Pelayo, una reliquia de Nuestro Padre San Benito, un hueso entero de un muslo de unos mártires de Cardeña, una muela y otro hueso de San Máximo, una reliquia pequeña de San Fortunato y otra de Santa Apolonia; en un relicario de plata redondo están las reliquias de San Lorenzo, San Víctor, mártir; San Vito, mártir; Santa Marcelina, San Lucas, evangelista; San Mauricio, mártir; San Sixto, papa y mártir; San Lázaro, mártir; San Donato, mártir; San Hilario, Santa Práxedes; una reliquia de las once mil vírgenes, San Adriano, mártir; San Inocencio, mártir y Santa Teodora, virgen. Un pedazo de la costilla de San Adrián, una reliquia de los diez mil mártires, unas reliquias grandes de los innumerables mártires de Zaragoza, un grano de incienso de los Santos Reyes, una hoja de la zarza de Nuestro Padre San Benito”. En un añadido de este memorial decimonónico fue anotada la incorporación del cuerpo completo de San Silviniano (1860), y una reliquia de San Campio. En el siglo XIX también se añadirían las reliquias de San José Oriol o la de San Veremundo abad, cuya auténtica fue firmada el 25 de abril de 1864.

Aunque muy deteriorado e ilegible, un pergamino -que puede encuadrarse probablemente en el siglo XVII- nos da cuenta de muchas más reliquias que, por lo que trasmite, desaparecieron con el paso del tiempo. En este testimonio documental sabemos que la iglesia de San Paio contaba con “un pedacito del Lignum Crucis”, también “una parte de la cinta de Nuestra Señora” o “una redoma con leche de (…) la Reina de los Ángeles”. Del mismo modo, existían restos del círculo próximo de Jesucristo como “una parte de la cabeza de Santa María Magdalena (…) una parte de la carne y de los cabellos de San Juan Bautista y de San Andrés apóstol (…) hilo y vestidura de Santiago el menor”. El santoral no quedaba ausente: un trozo de costilla derecha de San Blas, que sí se conserva todavía, un hueso de Santa Julia… Algunas de estas reliquias, a juicio personal, podríamos ponerlas en duda, dada su difícil autentificación; una de las más señeras sería -como recoge este pergamino- “el heno sobre el que Jesucristo se sentó con sus discípulos”. Seguramente, con las revisiones hechas después del Concilio de Trento en materia de reliquias, la comunidad pudo ver la conveniencia de retirar aquellas más problemáticas.

Al final de este documento se indica que, aparte de estas piezas antes mencionadas, existían muchas otras colocadas en los altares de la iglesia conventual, como en los de Santo Tomás y de San Nicolás. Sin embargo, el anónimo autor se hace eco de una interesante valoración que se tenía en aquella altura sobre la famosa ara de esta iglesia, ya que se consideraba el primer altar de la cristiandad: “se muestra en el altar mayor una piedra blanca de alabastro (…) que vino con el cuerpo de Santiago y fue consagrada de los dieciséis obispos que primero fueron ordenados (…) el primer altar sobre el cual fue consagrado el cuerpo del Señor”. Las partes carcomidas dificultan al lector poder desentrañar bien el texto; así lo vemos en los últimos párrafos, donde se habla de que en el presbiterio de la iglesia monástica existía en aquellos años una sepultura de un personaje, que no sabemos con claridad quién era: parece que podría tratarse del custodio del cuerpo de Santiago, antes de la mítica venida de Carlomagno: “en la capilla mayor de este monasterio, en el túmulo que está a la parte izquierda de la entrada de la misma capilla, está sepultado (…) de este monasterio por nombre (carcomido de nuevo) que tuvo en guarda el cuerpo del apóstol mucho tiempo hasta (¿la venida?) a esta ciudad de Carlomagno”. Como apunta Ambrosio de Morales (1513-1591) en su Viaje, las monjas habían creado cierta confusión con todos estos elementos: la piedra ara, en realidad, era pagana: “se ve bien cuán mal hecho es decir que los apóstoles la consagraron, y dijeron Misa sobre ella”. Dicha piedra, además, tenía inscripciones dedicadas a los dioses de la antigüedad por ambas caras, que fueron posteriormente eliminadas. En cuanto a los sepulcros, Morales también señala que dos eran los más destacados en la iglesia: uno era el de San Fagildo y, el otro, de un abad llamado Fernando, que tenía fama de santo taumaturgo -que podría ser el que se menciona en el pergamino del archivo- y que, según apunta de nuevo Ambrosio de Morales, “de aquí inventan todo lo que quieren”.

La iglesia de San Paio fue testigo, también, de un interesante hallazgo: en septiembre de 1625, y con motivo de la recomposición del altar mayor, fue bajada una imagen “de hechura antigua”, como refiere la crónica, de un Crucificado. Las monjas más ancianas instruían a las religiosas jóvenes en la veneración de esta efigie, puesto que ellas habían oído a sus predecesoras que dentro de la imagen había una reliquia especial. El vicario del monasterio, fray Mauro Álvarez, aprovechó la ocasión: guardada la imagen en el coro alto, fue examinada ante varias hermanas de comunidad; al final del reconocimiento, los asistentes hallaron en la cabeza una especie de tapón. En la cavidad encontraron una auténtica y un trozo de resina envuelto en un tafetán rojo: era un grano de incienso ofrecido por los Reyes Magos a Cristo en Belén. La reliquia fue colocada en un ostensorio, como lo vemos hoy en día en el museo; las autoridades diocesanas interrogaron a las monjas, que pretendían alcanzar los permisos necesarios para que la fiesta de la Epifanía revistiese de gran solemnidad en su monasterio. Una de estas religiosas, doña Bernardina, describió el hallazgo, tal y como lo hicieron otras compañeras ante el tribunal, justificando que al abrir la imagen salió un rico aroma que perfumó el ambiente del monasterio por varios días.

 

Luis Ángel Bermúdez Fernández