Los especialistas dicen que se trata del texto mariano más antiguo del Nuevo Testamento. Se encuentra en el capítulo cuarto de la carta a los Gálatas: «Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer… ».
Es un paso que expresa, dentro de su sobriedad, una sensación incomparable, no sólo porque nos habla de que ha llegado el tiempo de la redención, sino también porque con las palabras «nacido de una mujer», nos hace entender dos cosas muy importantes: el arraigo del Eterno en el tronco familiar de la humanidad y la incorporación de María al proyecto salvífico de Dios.
Pero lo que a mí más me llama la atención de esta frase, no es la explícita afirmación de la maternidad divina de María, sino el hecho de que ella, desde su tímida entrada inicial en el vasto escenario bíblico, aparece al lado de un misionero.
Efectivamente, Jesucristo se presenta en este texto como el gran enviado de Dios.
El verbo «envió» es un término típico para indicar la misión; califica claramente al Hijo como el apóstol del Padre.
¿No os parece espléndido que María haya optado, al asomarse al mirador de la historia de la salvación, manifestarse en público por primera vez íntimamente asociada al gran misionero, como queriendo significar que el rasgo fundamental de su figura materna es el de la misionalidad?
Naturalmente, en el evangelio se encuentran muchos pasos que manifiestan más concretamente la función misionera de María.
Bastaría pensar en la visita a su prima Isabel. Es como si la Virgen se moviera bajo el impulso del mismo verbo que impulsó al ángel Gabriel a llevar a Nazaret el feliz anuncio: «Fue enviado». «Fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios…».
¡Fue enviado! Es fuerte el impacto de ese verbo: no habiéndose agotado con la venida del ángel a la tierra, descargó el dinamismo que le quedaba, en María, que se puso en marcha hacia las montañas de Judea. Es decir, también ella fue enviada.
En el origen de su viaje vemos una vez más el típico verbo misionero.
Ella obedeció a ese impulso. Y, llevando a Cristo en su seno, se convirtió en su primera custodia, inauguró las procesiones del Corpus Christi y fue a llevar anuncios de liberación a parientes lejanos.
En este y otros pasos podría pensarse cada vez que se habla de María como mensajera de la buena nueva. Pero a mí me parece que, si se quiere ver su dimensión misionera, no hay episodio bíblico que pueda compararse con la densa fuerza teológica de su exordio al lado de Cristo, tal como se nos presenta en la carta a los Gálatas.
Santa María, mujer misionera, concede a tu Iglesia la alegría de descubrir, escondidas en las connotaciones del verbo «enviar», los significados de su vocación primordial.
Ayúdala a cotejarse con Cristo y con nadie más. Como tú, que apareciendo en los albores de la revelación neotestamentaria a su lado, el gran misionero de Dios, le elegiste como medida única de tu vida.
Cuando la Iglesia se queda tranquila dentro de sus tiendas, a donde no llega el grito de los pobres, dale la valentía de salir de los campamentos. Cuando siente la tentación de petrificar la movilidad de su domicilio, remuévela de sus falsas seguridades. Cuando se abandona en el lecho de las posiciones conseguidas, sacúdela de su vida sedentaria.
Enviada por Dios para la salvación del mundo, la Iglesia existe para caminar, no para acomodarse. Nómada como tú, pon en su corazón una gran pasión por el hombre. Virgen encinta como tú, señálale la geografía del sufrimiento.
Madre itinerante como tú, llénala de ternura hacia todos los necesitados.
Y haz que no se preocupe más que de presentar a Jesucristo, como hiciste tú con los pastores, con Simeón, con los Magos de Oriente y con otros mil anónimos personajes que esperaban la redención.
Santa María, mujer misionera, te imploramos por todos los que, habiendo sentido más que los demás la fascinación del icono que te representa junto a Cristo, el enviado especial del Padre, han dejado los afectos más queridos,
para anunciar el evangelio en tierras lejanas.
Apóyalos en sus trabajos. Restaura su cansancio. Protégelos de todos los peligros. Da a los gestos con los que se inclinan sobre la llagas de los pobres los rasgos de tu virginal ternura. Pon en sus labios palabras de paz. Haz que la esperanza con la que promueven la justicia terrena no prevalezca sobre las expectativas sobrehumanas de los nuevos cielos y la nueva tierra. Colma su soledad. Atenúa en su alma las dentelladas de la nostalgia. Cuando tengan
ganas de llorar, ofrece a su cabeza tu hombro de madre. Hazlos testigos de la alegría. Que cada vez que vuelven a nosotros, con perfumes de trinchera, podamos descubrir, en todos, su entusiasmo. Que, comparándonos con ellos, nos parezca más lenta nuestra acción pastoral, más pobre nuestra generosidad y más absurda nuestra opulencia. Que, recuperándonos de tantos retrasos culpables, sepamos finalmente correr a los refugios.
Santa María, mujer misionera, tonifica nuestra vida cristiana con el ardor que te impulsó a ti, portadora de luz, por los caminos de Palestina.
Ánfora del Espíritu, derrama su crisma sobre nosotros para que deposite en nuestro corazón la nostalgia de los «últimos confines de la tierra». Y aunque la vida nos ate a los meridianos y a los paralelos donde hemos nacido, haz que sintamos igualmente detrás de nosotros el resuello de las multitudes que todavía no conocen a Jesús.
Abre de par en par nuestros ojos para que sepamos ver las aflicciones del mundo. No impidas que el clamor de los pobres nos quite la tranquilidad.
Tú que pronunciaste en la casa de Isabel el canto más hermoso de la teología de la liberación, inspíranos la audacia de los profetas.
Haz que las palabras de esperanza no suenen mentirosas en nuestros labios. Ayúdanos a pagar con alegría el precio de nuestra fidelidad al Señor.
Y líbranos de la resignación.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta