Noveno día de confinamiento. En toda época de crisis aflora lo mejor y lo peor del ser humano. Lo mejor salta a la vista. Sanitarios que se dejan la salud y la vida, y ya no es una hipótesis, en el desempeño de su particular sacerdocio. Soldados dejándose la piel en un trabajo social impagable, maestros que perpetúan su vocación desde sus hogares, trabajadores de los supermercados y transportistas que arriesgan su salud para que los demás podamos comer, periodistas que se esfuerzan en transmitir la información y los consejos que nos pueden salvar la vida, personal de limpieza que desinfecta nuestro entorno, trabajadores que siguen acudiendo a sus empresas para que la economía no se paralice más de lo imprescindible…
Lo peor prefiero obviarlo. Pero deseo que sobre los irresponsables, los egoístas, los que difunden bulos y los delincuentes que quieren ganar dinero hackeando los dispositivos ajenos caiga todo el peso de la ley. Su actitud es especialmente grave dadas las actuales circunstancias.
Con Internet seguimos, porque hoy me he levantado de bastante mal humor por utilizarlo demasiado. Esta noche intercambié opiniones sobre la Iglesia con un compañero de trabajo. Sus argumentos se reducen a la consabida ensalada de tópicos, ignorancia y mentiras repetidas mil veces, sazonadas con buenas dosis de sectarismo y odio sin causa hacia todo lo que huela a Iglesia católica. Pensé que ya no tengo edad para aguantar tanta tontería, así que decidí bloquearlo. No sé si es una buena solución para quien suele repetir que es necesario evangelizar a tiempo y a destiempo. Pero era eso o acordarme de su parentela. Y eso me pareció aún menos evangélico.
El Papa Francisco nos invitaba este miércoles a rezar un Padrenuestro a mediodía. Puntual como un clavo me puse en situación, intenté vaciar mi mente del enfado que aún me desestabilizaba y recé. No tardé en caer en la cuenta de cuántas veces repito esta oración como si fuese un ejercicio de memoria. He repetido en incontables ocasiones a lo largo de mi vida “hágase tu voluntad”. Pero en el fondo, sólo lo acepto si su voluntad coincide con mis intereses o con mis ideas. Descubro una y otra vez que no comprendo mi proceder porque no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco (Rom 7,15). He aquí un buen proyecto para este tiempo de conversión. Orar pidiendo más fe para aceptar con paz que no está el discípulo por encima del maestro (Mt 10,24). Orar, no para pedirle a Dios la conversión de los increyentes, sino mi siempre aplazada conversión. Orar para pedirle a Dios, no que preserve el buen nombre de su Iglesia, sino para que la haga, cada vez más, una verdadera casa de acogida para todos. Orar para que los que nos decimos cristianos actuemos movidos por la misericordia del Padre y no por ideologías camufladas de fe. Orar para ser capaz de seguir trabajando por la construcción del Reino sin tener en cuenta las ofensas. Al fin y al cabo, Él me perdona mis infidelidades todos los días setenta veces siete.
Antonio Gutiérrez