Décimo día de confinamiento. Lo inicio con una sonrisa amplia y, he de reconocerlo, bastante malévola. Ahora verán por qué. El Gobierno se vio obligado a prorrogar el estado de alarma otras dos semanas más. Ya lo sabíamos cuando nos dijeron que la cosa iba sólo para quince días. Hasta aquí nada novedoso. Lo realmente divertido es que el nuevo plazo acaba precisamente el Domingo de Resurrección. Suena a premonitorio. No me negarán que tendría mucha “gracia” que la pandemia se superase en tan señalada fecha católica gobernando un Ejecutivo que presume de un decimonónico y mal disimulado odio a la Iglesia. A mí desde luego se me desencajaría la mandíbula de tanto reírme. Interiormente, por supuesto, porque el recuerdo de los miles de víctimas inocentes que va a dejar esta pandemia es la peor tragedia que hemos vivido desde la guerra civil.
Si Dios quiere regalarnos tal coincidencia, propongo que el lunes de Pascua se convierta en día de procesiones y rogativas. A la calle todos los pasos de Semana Santa, y todas las imágenes que se puedan encontrar de san Roque, san Jorge, san Pantaleón, san Gil y todo cuanto santo goce de cierta fama en la erradicación de plagas de cualquier tipo. ¿Venganza? En absoluto. Sólo sentido del humor. El mismo del que hizo gala Jesús cuando le preguntó al fariseo quién se había comportado como prójimo en la parábola del buen samaritano. Cada vez que leo este pasaje me imagino a Jesús sonriéndose al comprobar cómo evitó el fariseo “mancharse” la boca pronunciando la palabra samaritano. Dios nos pide amar a los enemigos, pero no dice nada de propinarles un “zasca”, eso sí, amoroso, cuando se lo merecen.
Pero mientras tan liberadora fecha llega, toca seguir concienciándose y afrontar el día a día con el mejor ánimo posible. No sé ustedes, pero yo lo que peor llevo es el “acoso escolar” al que me someten mis hijas. Me abordan en cualquier momento, con preferencia cuando ven que me siento a leer y perciben en mis ojos el placer que me asalta cuando dispongo de un rato para mí solo. Se me acercan subrepticiamente por detrás, silenciosas como un depredador al acecho de su desprevenida cena y me disparan una retahíla de preguntas sin respirar. Las observo y noto que enrojecen intentando contener la carcajada. Les hace ilusión comprobar la inutilidad de mis esfuerzos por escaparme de sus preguntas. ¿Quién dijo que los maestros no trabajan? ¿Quién dijo que su labor la puede hacer cualquiera? ¡Por Dios, que regrese pronto la normalidad, o cuando menos, que abran los colegios!
Antonio Gutiérrez