Décimo octavo día de confinamiento. Acabo de leer en esta misma página El otro claustro: ensayo de canto, colaboración de las benedictinas del convento de San Paio de Antealtares. ¡Qué hermosas son siempre las aportaciones de mis bien amadas hermanas! Me une a ellas un vínculo fraterno, más bien filial, desde que hace ya más de dos décadas nos hicieron, a mi mujer y a mí, parte de su familia más íntima. Relación que guardo como diamante en paño de cachemir.
Cada vez que leo algo suyo me entran unas irrefrenables ganas de rezar. Será porque estas maravillosas monjas de clausura son sinónimo de oración, fe y vida comunitaria. Pero estos días hay alguien más que me mueve a alabar y dar gracias al Creador. En casa entró, hace ya casi dos semanas, un pedacito de carne sagrada, dos menguados quilos y medio de imagen de Dios. Posiblemente no haya nada que nos conmueva más que un bebé. Su fragilidad nos desarma, su llanto desconsolado nos angustia, su indefensión nos inunda de ternura y nos vacuna, aunque sea momentáneamente, de nuestros propios egoísmos. No hay nada más puro, nada que remita con más claridad a nuestro buen Abbá.
Podría dejarles creer que mi mujer y yo somos como Abraham y Sara, padres en la ancianidad (si Dios nos anunciase ahora un hijo de las entrañas yo me reiría aún más que Sara). Pero no es mentira que seamos padres, porque si bien no lo somos desde la miope perspectiva de la genética, sí que lo somos en lo realmente esencial.
Mi preciosa criatura entró en nuestro hogar por el programa de familias acogedoras de la Xunta. Por si lo desconocen, este programa busca hogares para menores de familias en riesgo de exclusión social. Se trata de darle a un niño una familia mientras la suya no pueda atenderlo adecuadamente. Es un proyecto fundamental para proporcionarle a los niños el amor que todo ser humano necesita para desarrollarse con normalidad.
Siempre creí que este proyecto es muy adecuado para familias cristianas por varios motivos. Es necesario comprometerse con el menor, acogerlo, amarlo como a hijo propio. Y luego, cuando llegue el momento, despedirse de él para siempre, bien porque regrese con su familia biológica, bien porque sea adoptado. Esta despedida es precisamente lo que disuade a tantos matrimonios, que se declaran incapaces de desprenderse de un bebé al que han cuidado durante meses.
Pero este temor no debe paralizarnos. Si el bebé no encuentra un entorno afectivo sano, tendrá que vivir en un centro de acogida, que, aunque mal menor, siempre, siempre, es mucho peor que un hogar. Reconozco que las despedidas son difíciles y que un niño que ha pasado por tu casa permanece en tu corazón para siempre (y en los miles de fotos que acumulas en el ordenador como un tesoro impagable). Pero nada puede compararse a la felicidad que se experimenta todos los días durante los meses que Dios nos regala la presencia de un bebé en casa. Un bebé es futuro abierto, la esperanza que el Padre nos ofrece a manos llenas. Las noches sin dormir tienen un sentido. La vida misma adquiere un sentido. Los bebés de acogida han sido una de las fuentes más fértiles de mi felicidad. Han encarnado mi poca fe. Agradezco a Dios todos los días por haberlos cruzado en mi camino.