Vigésimo primer día de confinamiento. Domingo de Ramos. Aún a riesgo de caer en el tópico, no puedo escribir de otra cosa. Puedo decir sin exagerar, que vivo este día desde la desazón. Me ronda un malestar, una frustración cuyo origen es perfectamente identificable. Es la primera vez en mis casi sesenta años de vida que no acudí a un templo con el corazón alborozado de un niño, con mi palma o mi ramo en la mano, para revivir la entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Este año no hay triunfo previo. La dura realidad nos impone entrar directamente en una pasión que, por lo demás, ya sufren miles de españoles. Entre ellos varios amigos, que en los últimos días han tenido que mal despedirse de seres queridos. Pero de eso escribiremos mañana.
Recuerdo los domingos de Ramos de mi infancia. Vestido con las mejores galas, iba hasta la iglesia del barrio rodeado por docenas de vecinos nada habituales, pero que ese día subían al monte en busca de una rama que hiciese honor a la festividad y entraban en el templo portando verdaderos arbolitos, con una sonrisa de felicidad en los rostros y el espíritu juguetón que solo puede conferir el gozo íntimo.
Luego, aquella palma o el ramito de laurel presidía la cocina los siguientes doce meses. Mi madre la colocaba en un lugar visible, pero a salvo del polvo y los avatares de la vida doméstica. Era como un sacramento que nos recordaba a diario la gloria y la Pasión.
Ya de adulto, viviendo en Santiago, nuestros afectos nos llevaron a la familia a celebrar Ramos en el convento de san Paio. Peregrinar por el claustro escuchando cantar a las santas monjas que habitan entre sus paredes siempre me ha elevado el espíritu. Hoy procesionamos por el pasillo de casa, en comunión con el pueblo de Dios, pero sin el calor que nos regala el contacto directo.
Entramos en la Pascua, el momento culminante de nuestra fe. Si en Navidad asistimos al inefable misterio del Dios que se nos acerca tanto que se hace hombre, ahora celebramos el inconcebible misterio de Dios que padece y muere por nuestra salvación. Y que resucita como garantía cierta de nuestra propia resurrección futura. He aquí el argumento supremo que nos invita, a los cristianos nos obliga, a amar a todos nuestros semejantes sin límites. Amamos porque tenemos la experiencia de ser amados sin condiciones por un Dios loco de amor por su criatura predilecta. No concibo nada más inmenso, nada que nos impulse más a salir de nuestros propios egoísmos y a centrar nuestra existencia en los hermanos. Ramos es una lección de vida. Hoy alabamos a Dios. Hoy todo es fiesta, alborozo, cánticos y alabanza. Le pido a Dios que no sea un entusiasmo fugaz. Que dentro de cinco días no te abandonemos, Señor, asustados por los riesgos que comporta afirmarte. Danos fe para perseverar, para arrostrar con esperanza las consecuencias inevitables de seguirte.
¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Antonio Gutiérrez