Vigésimo segundo día de confinamiento. Comenzamos la cuarta semana, ¡y parece que fue ayer! Estamos en Pascua, y no sólo como tiempo litúrgico. Este sábado me llamó una íntima amiga para pedirme que reflexionase sobre la soledad de los ancianos en este tiempo de dolor y aislamiento. Y me acordé de mi amigo de la infancia. No sé por qué, pero tuve una mala sensación y lo llamé. No se lo creerán, pero su madre había muerto el viernes. Lo llamé cinco minutos antes de que lo hiciese él. Pilar tenía alzheimer y vivió con uno de sus hijos hasta que el deterioro hizo recomendable internarla en una residencia. Junto a su marido sacó adelante a la familia trabajando como un galeote, gastándose día a día con generosidad y siempre con una sonrisa en los labios.
Al despedirme de mi amigo se me mezclaron las dos conversaciones. La pregunta es: ¿las residencias son una buena solución o son más bien un remedio cómodo para deshacernos de un anciano molesto que nos limita la capacidad de movimientos? Pues ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas a la vez. Analizar la situación de los mayores que viven en una residencia es algo muy complejo y no caben soluciones genéricas. Hay quien está encantado en ellas mientras que otros lo viven como un abandono por parte de sus hijos.
Cuando una persona autónoma es ingresada contra su voluntad, o simplemente no está en condiciones de expresarla, estamos ante un auténtico confinamiento. Es el aislamiento social más grave y doloroso que existe, ya que lo determinan los seres que más ha querido el interesado. Y este caso es más habitual de lo que nos gustaría. Basta recordar cómo durante los años más duros de la crisis económica muchas familias le abrieron las puertas a los abuelos que previamente habían ingresado en una residencia. Por un lado, porque pagar la mensualidad era gravoso, y por otro, porque la pensión del anciano ayudaba a llegar a fin de mes en hogares en los que se había perdido algún puesto de trabajo. En cualquier caso, el argumento era el dinero, no la imposibilidad de prestar atención y cuidados en casa.
La vida me ha enseñado que hay hijos que no tienen la más mínima razón para querer a sus progenitores. Pero también me ha enseñado que en muchos casos el abuelo estorba para programar unas vacaciones de ensueño, para salir a cenar de vez en cuando… Hasta que son necesarios para llevar a los niños al colegio, sacarlos al parque o llevarlos a las actividades extra escolares.
En estos tiempos de confinamiento hay muchos abuelos condenados a la soledad de sus pisos o la habitación de un centro cuando había opciones más cálidamente humanas. Son víctimas invisibles en una sociedad hedonista en la que la muerte y la decrepitud física se esconden de modo sistemático. Simplemente no tienen cabida en una cultura que rinde culto a la falacia de la eterna juventud y del consumismo más estúpido. Hasta tal punto de perversión estamos llegando que la edad es el criterio único para salvar una vida en estos tiempos de escasez de material sanitario. Sería bueno tener presente a quién le debemos el estado del bienestar actual. Porque si el valor se pone en lo económico, primaría el derecho de quien más ha pagado. ¿Una barbaridad? No menor que la de discriminar por el mero hecho de haber vivido.
La calidad humana de una sociedad se mide por el cuidado que presta a sus colectivos más débiles. En líneas generales, si tenemos en cuenta el aprecio que le damos a nuestros mayores, tengo para mí que cosechamos un suspenso bastante rotundo.
Antonio Gutiérrez