Miradas 30

Trigésimo día de confinamiento. Treinta días ya encerrados en casa, intentando superar una pandemia atroz que es, desde hace semanas, la peor catástrofe que ha vivido esta vieja piel de toro desde la sangrienta guerra civil. Una hecatombe que, mucho me temo, pasará sin dejar mella en nuestra conciencia. Espero equivocarme, pero tengo la desagradable sensación de que la inmensa mayoría estamos deseando que esto pase para volver a consumir del mismo modo desaforado e inconsciente, sin acordarnos de los pobres que vamos orillando en las cunetas de la miseria. Más o menos lo mismo que sucedió con la crisis económica o con las bofetadas que de vez en cuando nos dan las hambrunas en África. No hay peor sordo que el que no quiere oír. Y, reconozcámoslo, somos demasiado ricos para que nos preocupe el hambre de los demás.

Es esta una realidad especialmente escandalosa en estos días, en los que hemos celebrado que Dios se hizo hombre para recordarnos que somos su imagen y semejanza, que estamos llamados a la santidad, a entregarnos a los demás, a curar sus heridas, a com-partir nuestro pan y nuestro vestido con quien carece de lo más mínimo. Estamos llamados a ejercer la caridad. Entendámonos. A ser caritativos, no solidarios. El Resucitado nos invita a darle al hermano en necesidad incluso lo que nos hace falta a nosotros. Porque darle un poco de lo mucho que nos sobra no deja de ser un insulto a su dignidad y un robo más a sus derechos.

No nos auto engañemos. La acumulación de bienes superfluos es siempre un robo a los pobres. Quiere decirse entonces que ¡somos unos ladrones! El Vaticano II se caracterizó por ser un concilio original. Su “progresía” se fundamentó, curiosamente, en la vuelta a los orígenes, en la recuperación de las tradiciones primeras. En especial de los santos Padres. Y ellos son los que nos llaman ladrones a quienes atesoramos, a quienes nos negamos a seguir a Jesús porque tenemos muchos bienes.

San Ambrosio (+397) acusa a los amigos del limosneo y nos recuerda que cuando le damos algo al pobre solo le estamos devolviendo algo que ya era suyo. Basilio el Grande (330-379) aseguraba que el pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento y el calzado que se estropea en tu armario es del descalzo. San Juan Crisóstomo (349-407) insiste en que en el principio y en la raíz de toda acumulación hay una injusticia porque Dios no hizo a uno rico y a otro pobre. Su coetáneo san Jerónimo (347-420), leyendo el evangelio, concluía que todas las riquezas proceden de la injusticia. Son solo una mínima muestra de cómo interpretaban los santos Padres la caridad cristiana y la pobreza evangélica. Por cierto, su austeridad es de lo más actual porque sólo desde sus valores podremos crear un modelo económico sostenible en la actual crisis ecológica.

Mañana, si me lo permiten, reflexionaremos sobre la compasión.

Antonio Gutiérrez