Quincuagésimo día de confinamiento. Como en los dos últimos meses, esta noche me despertó la apremiante demanda de biberón de mi bebé. Mientras le daba su insulsa leche en polvo pensé en el milagro que tenía entre los brazos. Puse su manita sobre la mía y me admiré de su perfección. No pude evitar la pregunta que se hace todo padre ante el futuro abierto que son sus hijos: ¿qué será de ella?, ¿qué utilidad les dará a sus manos?, ¿la veré trabajando, construyendo su propia familia? De vuelta al presente, me extasié contemplando su rostro sereno y la ternura que me embargó se hizo oración sin palabras, una acción de gracias que surgió espontánea desde lo más hondo de mi ser.
Hasta no hace demasiados años un bebé se consideraba, sin lugar a dudas, un maravilloso regalo de Dios. Ese sentimiento ha cambiado bastante y hoy no son pocas las personas que identifican hijo con estorbo, limitación de la libertad para viajar o “disfrutar” de la vida y, en último término, una fuente inagotable de merma de dinero. La actual crisis humanitaria que padecemos debería llevarnos a reconsiderar una visión tan miope del sentido de la existencia.
La vida nueva, el futuro esperanzador que supone mi bebé contrasta violentamente con la catástrofe que está provocando el covid-19. Su olor a porvenir, a mañana no escrito, me trae a la mente que en este tiempo de desolación han muerto seres queridos y no hay consuelo en pensar que ya tenían una edad avanzada. Una de las víctimas es la madre de un amigo de la infancia, con quien tanto quiero. Una mujer fuerte que me vio crecer junto a su hijo, nos vio acabar juntos el bachillerato y diplomarnos en magisterio. Se rio a carcajadas en la boda de ambos, gastó su vida en el trabajo diario de cuidar de su familia y murió sola en la triste cama de una residencia de ancianos cuando su mente ya no la habitaba. Cruel pago a una vida de renuncias y trabajo agotador.
El mismo injusto destino que tuvieron los amigos y vecinos que se fueron a casa del Padre por dolencias ajenas al coronavirus. Tampoco a ellos se les pudo rendir la despedida que merece todo ser querido. Al dolor por la pérdida, las familias han tenido que sumar la devastación de la distancia, el desarraigo emocional que supone dejar el cuerpo de un ser querido en manos de extraños. Al saber que nunca más se verá el rostro amado se suma el suplicio del aplazamiento sin fecha del adiós definitivo. Es como si un diosecillo sádico de la tortura se hubiese adueñado de nuestros destinos.
Es difícil encontrarle sentido a tanta muerte. Sólo nos queda la esperanza de que tanto absurdo, tanto sufrimiento, no tendrán la última palabra. La increencia y la indiferencia nos plantean a la Iglesia el reto de hablar de Dios en medio de tanta angustia. Y tenemos que dar una respuesta creíble y cargada de fe. Esa, creo yo, será nuestra misión más inmediata.
Antonio Gutiérrez