Miradas 49

Cuadragésimo noveno día de confinamiento. Por fin hemos podido salir a respirar aire más o menos puro y poner fin a una cuarentena que se ha pasado de largo y que todavía no podemos dar por acabada. Estas horas de libertad callejera nos permiten recuperar un poco la sensación de normalidad y justifican un optimismo moderado. No hay lugar para la euforia porque todos los expertos insisten en que es preciso seguir alerta y actuar con extrema prudencia. Tampoco dejan de avisarnos de la más que probable repetición de la pandemia en el próximo otoño.

Pero de momento he decidido disfrutar de un buen paseo. Para inaugurar esta nueva etapa salí a caminar con una de mis hijas. Escogimos el horario de noche. A las diez nuestro barrio suele ser un lugar tranquilo, con todo el mundo recogido en sus hogares. Esta vez, en cambio, nos cruzamos con numerosos paseantes tan ávidos como nosotros. Unos se protegían con mascarilla, otros, juzgando sensatamente que era fácil mantener la distancia de seguridad, respiraban a pleno pulmón. Pero en todos los rostros percibí una sonrisa franca. Compartimos saludos entusiastas, chistes y buenos deseos. Sentí cómo el entusiasmo me embargaba. Miré con ojos agradecidos el verdor de la hierba del parque y la lozanía de los árboles. Amenazaba lluvia, pero después de casi cincuenta días, ¿a quién le importa mojarse un poco?

Leí alguna vez que hablando con otra persona la mente se evade del sufrimiento que produce el ejercicio físico, se superan mejor los quilómetros y las piernas pesan menos. ¡Debería estar prohibido publicar mentiras! La aventura no llegó a los cuatro quilómetros y el ritmo fue moderado. Sin embargo, el ahogo impidió a mi hija entender nada de lo que pretendía decirle y al llegar a casa tenía dos columnas de flan en lugar de piernas. Subir las escaleras se me antojó coronar el Everest sin oxígeno. Temiendo la carcajada del resto de la familia, entré en casa con ademán poderoso, como corren los campeones en las películas. La diferencia es que yo estaba congestionado, ya era presa de unas agujetas invalidantes y no escuché ninguna banda sonora épica que subrayase la grandeza del instante. Tan sólo mis lastimeros quejidos, que con mucha buena voluntad podrían pasar por ensayos de cante jondo.

Lo peor estaba por venir. No se debe hacer deporte cuando nadie te garantiza que vas a poder dormir por la noche. Y esta noche mi bebé decidió que tocaba insomnio. En su caso no es problema porque duerme todo el día. Pero un sesentón ya no está para según qué excesos. Así que, esta mañana, sumo, a las agujetas de la caminata, el desguace corporal de la falta de sueño. No me extrañaría que esto que leen lo haya escrito un alter ego. En todo caso, prometo volver a salir esta noche. Dicen que hay que perseverar hasta convertir el ejercicio por obligación en un hábito, en una necesidad. Personalmente lo haré porque este año quiero llegar a la playa sin los michelines que me acompañan desde que tengo uso de razón. ¿Por qué vuelvo a escuchar las carcajadas de mi familia?

Antonio Gutiérrez