El párroco se asomó a la ventana. No logró ver quién fregaba. Tocó el vidrio, como llamando; y aquella sombra, sin descorrer la cortina, se aproximó a la puerta para abrir. Era el marido. En pocos segundos apareció su esposa Leonor, encantadísima con la visita: “hace tiempo que no puedo ir a Misa, D. Venancio, ¡con lo que me gustaba!”. “Aquí tienes tu Misa, hija mía”, respondió el sacerdote. “Este es tu altar, tu ofrenda y tu Jesús”.
Y Leonor le condujo al salón, en donde su padre, Abelardo, comía, feliz, un gran trozo de rosca y queso con membrillo. D. Venancio, que ya le conocía de otras visitas, lo saludó señalando su vestimenta sacerdotal y comenzó a escribir frases en un cuaderno, porque el sr. Abelardo era completamente sordo. Éste le reconoció en seguida y rieron entre escritura y lectura. Después apareció Olimpio, otro tío de casa que cuidaba Leonor.
“Estos son mis tres soles”, explicaba ella. “No salgo de casa, porque hay que estar pendiente de ellos”. “A Dios le pido salud para atenderlos bien. Tengo una ovejas, para limpiar la finca, y también planto hortalizas para consumir. Gallinas, conejos; los nietos que vienen con frecuencia…” “El otro día le dije a mi hija: hoy voy a la Romería; tú verás. Y ella arregló con su marido: él se quedó “de guardia” y nosotras bajamos a la Capilla”.
El párroco, aquella tarde, asistió a una de las mejores predicaciones que podría encontrar: la vida entregada y cariñosa de la propia Leonor.
Manuel Ángel Blanco
(Cope, 1 de febrero de 2019)