Muere el padre Gonzalo, el hombre que se pasó la vida con el delantal puesto para dar de comer a los pobres en Pontevedra

  • Encargado y obrero del comedor social de San Francisco durante muchos años, jamás hacía preguntas a quienes allí acudían: «Aquí se viene a comer, no a un interrogatorio», aseguraba

El padre Gonzalo Diéguez, el religioso de la orden franciscana que acaba de fallecer en Pontevedra a los 89 años de edad, es una institución en la ciudad del Lérez, donde durante muchos años fue encargado y obrero del comedor social en el que cada día se alimentan más de un centenar de personas sin recursos. Pero, conociéndole, a él no le gustaría ser recordado con palabras grandilocuentes. Ni como una figura de referencia. Seguramente, se reconocería más en el papel hormiga trabajadora. Fue un hombre que se pasó la vida con el delantal puesto para dar de comer a los pobres porque no entendía su vida sin tratar de mejorar el mundo con cada acción y con cada palabra. «Lo que quiere Dios es que nos ayudemos unos a otros», decía y hacía.

El padre Gonzalo era natural del municipio pontevedrés de Agolada. Aunque se enfadaría con cualquiera que no especificase que, dentro de Agolada, era de la tierra musical de Ventosa, de la casa del Manco. Como a tantos de su generación, sus padres le enviaron a estudiar al seminario, a Herbón. Pero a él esos años entre religiosos le marcaron la existencia. Estudió luego Filosofía y Teología en Santiago y acabó pasando unos años en Roma. Decía que no se había sentido cómodo en la ciudad italiana, que le encantaba para pasar unos días, pero no para vivir. El ruido, el bullicio y la opulencia no iban con él. Se integró en la orden franciscana y vivió durante años en Salamanca. Luego, en el 2007, llegó al convento de San Francisco de Pontevedra. Dijo muchas veces que le gustó lo que allí vio. Porque entre los muros conventuales había nacido ya el comedor social y ahí él sentía que podía ayudar.

Tomó, efectivamente, las riendas de esta cocina benéfica. Pero nunca se comportó como un jefe. Ponía las mesas, servía el pan o recogía los platos. Y era el encargado de hacer los bocadillos que se reparten para la merienda. Era uno más. Simplemente eso. Nunca se cansaba de dar las gracias a los voluntarios y a los trabajadores del comedor. Ponía paz en cualquier trifulca con su voz tranquila y su talante. E imponía con buenas palabras su filosofía: «Aquí no se hacen preguntas, el que lo necesita viene a comer, no a un interrogatorio», decía enérgico. Le dolían los dramas de cada persona que se sentaba a la mesa. Los escuchaba. Y no juzgaba.

Dejó de comandar las tareas del comedor hace poco tiempo, cuando al convento llegó el padre Tito, con más juventud, para hacer frente a todo ese trabajo. Pero nunca dejaba de ir a echar un ojo, a saludar, a dar las gracias. El sábado, cuando todavía ofició la misa en la iglesia de San Francisco, fue hasta la cocina, le agarró la mano a Sagrario, una de las voluntarias más veteranas, y le dijo que se estaba despidiendo. Nadie pensó que fuese así. Porque al día siguiente, el domingo, aún volvió a decir la misa. Pero su salud fue a peor el lunes y, tras ser ingresado en el hospital, el martes por la noche falleció. Los religiosos de San Francisco prevén velarlo en el convento y su capilla ardiente estará abierta al público para que la ciudad pueda despedirse del padre Gonzalo.

Podría decirse los años que tenía, algunos más de los que aparentaba, porque siempre se conservó bien. Pero se hubiese enfadado mucho. Su edad era su secreto mejor guardado, confesaba hace unos años en una entrevista en la que mostraba su entusiasmo por los cambios en el discurso de la Iglesia con la llegada del Papa Francisco. Decía que «buena falta hacía el revuelo que supuso ese hombre».  Aseguraba también entonces que se jubilaría de ayudar a los demás cuando Dios le llevase. Así que ayer a última hora, ni un minuto antes de morir, el padre Gonzalo se jubiló. 

 

Fuente: La Voz de Galicia