Samaría suena a cisma, a separación. Aquella mujer samaritana no era descreída, sino que adoraba a Dios en un monte cercano. Un día fue a sacar agua del pozo de Jacob. Jesús, que procedía de Judea, se encontró allí con ella. A pesar de las malas relaciones entre Judea y Samaría, Jesús le pide de beber. Ella se extraña, pero Jesús le muestra que le está ofreciendo algo, le promete un agua viva. Ella se ilusiona.
Cuando Jesús le descubre el modo de vida que ella llevaba, la mujer concluye que es un profeta. Poco a poco ella se convierte en apóstol, pues va a anunciar a sus paisanos que Jesús es el Mesías. A pesar de la ligereza de su vida, su sensibilidad le hizo ver más allá. Hoy nosotros estamos también junto a un pozo, y nuestra vida corre peligro. Hasta ahora nos sentíamos demasiado seguros. En poco tiempo nuestra situación ha cambiado. Vale la pena aprovechar esta “cuaresma obligada” para buscar a Jesús en nuestro interior: Él nos ofrecerá el agua viva, “que salta hasta la vida eterna”.
José Fernández Lago
Canónigo Lectoral