Pensamiento del día (19 de marzo)

Mira, Sancho… andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y, así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa.”
(Cervantes)

Italia tiene mitad de mi corazón, sin duda.

Ahora que la otra mitad la tiene España, deberé decidirme a releer con aplicación el Quijote, pasión de mis años juveniles. Por algo será si es el libro más leido en el mundo después de la Biblia.

Me divertía, siendo novicio, escuchar al padre maestro citar a Cervantes para estigmatizar nuestras conductas gandulas y perezosas: “treinta monjes y un abad no pueden hacer beber a un asno contra su voluntad”.

Hoy, pensando en este virus que algunos entendidos han hecho pasar como simple gripe, quiero ofrecer a nuestros lectores la frase de don Quijote sobre el famoso yelmo de Mambrino, que habla de la raza de los ‘encantadores’, muy frecuente hoy en día. Vivimos en una cultura donde la publicidad ejerce su hegemonía en la comunicación y, si no eres capaz de comunicar de forma persuasiva y seductora, no existes.

Cervantes quiere recordar que, sin duda, la realidad es neutra y pide ser descifrada, así que es razonable desencriptarla para dejar que brille en todas sus cualidades, a menudo invisibles.

Los encantadores, sin embargo, “mudan, truecan, vuelven todas las cosas a su gusto”, para distorsionar la realidad. No siempre para mal, a veces sí, para destruirnos o incapacitarnos, con el engaño y la ilusión, pero otras veces actúan para consolarnos, suavizar la contundencia de las cosas, tranquilizarnos. Es decir, con buena intención.

Pero, ¡qué desdicha…confundir una barriga gorda con una cabeza calva! o, como dice Cervantes ridiculizando a Quijote, cambiar una bacía de barbero por el yelmo de Mambrino, dejándose estafar groseramente.

Tendré que volver a esa página extravagante en la que un barbero desabrigado, protege su cabeza bajo la lluvia utilizando como sombrero un cuenco de metal en el que se suele remojar la barba y nuestro querido hidalgo insiste en que esa bacía es un yelmo de oro puro, nada menos que el Yelmo de Mambrino, legendario rey de los Moros, que hacía invulnerable a su portador. Y se lo sustrae gloriosamente con ese fin.

¡Tanto cuesta descodificar la realidad!, mientras que la letanía fija de mi abuelo repetía implacablemente que… las cosas son como son…

a cargo del padre Fabio, párroco de Arca y Arzúa