Tercer día de confinamiento. Estoy impactado. Hace un rato sonó el teléfono. Mi amigo Carlos me informa del fallecimiento de Juanpe. Un infarto mientras dormía. Ni siquiera se dio cuenta. ¿Una bendición? Así lo creo desde que viví la breve agonía de mi padre. Juanpe vivía y trabajaba en Madrid. El día anterior habíamos bromeado por Facebook y había prometido visitarnos en cuanto se levantase la cuarentena.
Era catalán, de Figueras, la tierra de Dalí. Era alegre y feliz. Era ateo y yo lo admiraba por su bondad y por su honradez extrema. Había trabajado en un banco de cuyo nombre no quiero acordarme para no perder la ecuanimidad que debe tener un cristiano. Tenía un buen puesto y ganaba un sueldo impresionante. ¡Y lo dejó todo por honestidad! Simplemente porque no quería venderles a los clientes aquellos productos basura que privaron a tantos inocentes de sus ahorros y que tantos pleitos provocaron más tarde.
A sus más de cuarenta años comenzó de nuevo. Como un moderno Abrahán. Con el mérito añadido de hacerlo no por fe en Dios sino por pura coherencia, por decencia, por humanidad indignada ante el pisoteo del débil. ¡Y se decía ateo! Rahner no habría dudado en aplicarle el calificativo de cristiano anónimo, porque Juanpe era uno de los bienaventurados de Dios.
No era independentista. Era el único de su familia que no lo era. Y por eso mismo su relación era mala. Solía decir que incluso sus hermanos apenas le hablaban. Conocía de primera mano la sima abismal que ha provocado en Cataluña algo tan secundario como la discrepancia política. ¡La ideología por encima de los afectos! ¡La política sobre la memoria, sobre la historia común, sobre el amor entre padre e hijos! Y eso era una fuente de sufrimiento para él, aunque la grandeza de su corazón lo sobrellevaba con humor. Ese mismo corazón que esta aciaga noche le estalló mientras dormía.
Cataluña se volvió un entorno hostil y decidió quedarse en Madrid. Y su natural generosidad encontró un camino profesional en el que concretarse. Se hizo fisioterapeuta. Y abrió su pequeño negocio en la capital, haciendo mil economías, volviendo a echar cuentas. Los comentarios de sus clientes son impresionantes. Y como le sobraba tiempo y su gigantesco corazón le pedía más (Dios siempre le pide un poco más a los suyos), comenzó a dar charlas gratuitas en los colegios sobre hábitos de conducta saludables. Y como seguía soñando con un mundo más justo, comenzó a hacer voluntariado y puso sus privilegiadas manos al servicio de los torturados cuerpos de los pobres que han encontrado refugio en Mensajeros de la Paz (otra vez Dios).
Ayer bromeábamos aprovechando la falsa cercanía que nos ofrecen las redes sociales. Hoy recuerdo su rostro entre lágrimas. No volveré a abrazar a mi amigo Juanpe. Pero sé que Dios le ha hecho un hueco muy especial en ese Reino que él contribuyó a construir aquí en la tierra desde su maravilloso ateísmo. ¡Y se decía ateo! Descansa en paz. Y haznos un sitio en el Paraíso, donde volveremos a hablar de muchas cosas, hermano del alma, hermano.
Antonio Gutiérrez