Pregón de la Campaña del Domund 2021

CON ROSTRO PEREGRINO: CIUDADANO, CRISTIANO, HERMANO

Cuenta lo que hemos visto y oído

Pregón Domund 2021

1 de octubre de 2021

Mons. Francisco José Prieto, obispo auxiliar de Santiago

 

Si estamos aquí esta tarde no es por casualidad: en torno al año 30 (+-) un grupo de atemorizados discípulos (entre los que estaba Santiago el Mayor, cuya restos veneramos en esta Basílica Catedral), tras huir asustados por la muerte de su maestro, viven una experiencia desconcertante: aquel que vieron en cruz, ahora se les mostraba vivo. El hecho nuevo, superado el impacto de la muerte, era la firme convicción de que Jesús había resucitado; y que les había encomendado seguir su tarea, anunciar su mensaje…

¿Estamos hoy aquí con aquel mismo desconcierto? ¿Seguimos teniendo la firme convicción de la actualidad y de la vigencia de aquel mandato de Jesús a los suyos, a nosotros?

Creo que fue aquel conocido arzobispo norteamericano, Fulton Sheen, el que dijo: «La primera palabra de Jesús a sus discípulos fue “venid” (discípulos), y la última fue “id” (testigos). Uno no puede “ir” a menos que primero no haya “venido” a él». Hoy de nuevo, al iniciar este mes misionero, mes del DOMUND, se nos invita, tras la pandemia vivida a ser de nuevo, rostro y testigo, ¿de qué? ¿de quién?

A estas preguntas no se responde con el ejercicio de las fáciles innovaciones, porque igual que en Galilea y Jerusalén, aquellas palabras de Jesús siguen siendo las mismas, en su materialidad y en su actualidad. No estamos llamados a ser rostros de un concepto sobre Dios, sino de una persona llamada Jesús en la que hemos conocido, reconocido y experimentado el amor que Dios nos tiene (Jn 3,16; 1 Jn 4,16), el de un Dios compasivo y misericordioso (Ex 34,6).

Una cosa es cierta: la gente se enamora del Dios de Jesucristo no porque se le diga que forma parte de una estrategia evangelizadora, sino porque siente la necesidad de acercarse a Él, y descubrir que la misericordia “es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro” (MV 2).

 

¿Por qué celebrar un año más el DOMUND? Porque esa última palabra del maestro, “id”, debe ser hoy, como ayer, la primera urgencia. Un camino, el de cristiano y el del testigo, que tiene trayectoria e historia (desde Abraham, ¡sal de tu tierra!, hasta la Puerta Santa abierta en Santiago), pero esto no significa que tenga que ser igual siempre. Lo peor es cuando uno ya no hace camino, cuando ya no es peregrino… sencillamente se deja llevar. Se está pero no se es…  La motivación se reduce a un recuerdo sin vida. Tenemos que seguir recorriendo los caminos de los hombres, como Jesús los de Galilea y los primeros discípulos los de Roma y su Imperio: “Siendo pues este hombre el camino de la Iglesia, camino de su vida y experiencia cotidianas, de su misión y de su fatiga, la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la “situación” del hombre” (San Juan Pablo II, Redemptor hominis 14). Cuenta lo que has visto en el corazón de cada hombre y díselo a Dios; cuenta lo que has oído en el corazón de Dios y díselo al hombre.

Os propongo recorrer tres caminos: como ciudadano (de Jerusalén a Roma), como cristiano (de Jerusalén a Roma), como testigo (de Jerusalén a Jericó)…

 

¿Por qué desde Jerusalén?

 

El Templo de Jerusalén era un inmenso espacio donde, en un atrio llamado de gentiles, se colocaban en apretada multitud los cambistas y los vendedores, paseaban los curiosos, se sentaban los escribas y conversaban los maestros de la ley.

El Atrio de los Gentiles ha de ser metáfora, invitación y compromiso urgente de apertura a quienes buscan a Dios o se interrogan por él, y también a quienes no les causa inquietud. No es un duelo de contrarios, sino un dúo que trata de buscar una armonía a dos voces, que no elimina identidades ni compromete la verdad en falsos irenismos ni en vagos sincretismos ideológicos.

Aquí debe arrancar el camino de un testimonio misericordioso que, desde el atrio abierto de aquella Ciudad Santa que vio morir en cruz al Justo y vislumbró la aurora del Resucitado, recorre las rutas que atraviesan la vida de los hombres, los senderos del corazón y los caminos que tejen la fraternidad. Debemos salir del templo hacia la calle, de lo sagrado hacia lo secular, de lo íntimo hacia lo público, de la Iglesia hacia el mundo.

 

Ciudadano: de Jerusalén a Roma

 

En aquella Urbe entre las urbes, cuya milenaria historia era resumen y expresión de poder y ambición, de gloria e imperio, o sea, en la ciudad, entre las gentes y los gentiles, se sembró la semilla de la fe. Cuando digo ciudad no hablo de meras urbes habitadas por cemento y tráfico de máquinas y personas (que también lo es). Me refiero a ese espacio vital y social, familiar y convivencial, laboral y de ocio, donde se bate y se debate el pulso de la vida, de las emociones y de los desafíos, ya sea en la parada del bus o en la estantería del todo vale a cualquier precio:

 

“Deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (EG 268).

 

En esta ciudad no cabe temer al diverso y al distinto, sino únicamente a los prejuicios que arman al laicismo que excluye o al creyente maniqueo (ambos fundamentalistas). Estamos implantados en la realidad de cada día, vivimos en la ciudad donde cada uno de nosotros se acredita como persona y profesional, como compañero o vecino. Cuando nos desacreditamos en un campo tan fundamental como esta primera raíz, no se tiene credibilidad en lo demás, porque hay palabras sagradas cuya realización o negación acreditan o desacreditan a una persona: libertad, justicia y verdad. Quien carece de ellas (por que se le niegan o las niega en primera persona), carece de dignidad.

Ninguna forma de vida encauza todas las necesidades humanas y ninguna política es plenamente coherente con el reino de Dios, quizá porque aquélla es gestión de los hombres, y el Reino de Dios es Dios mismo. Propongamos en la cultura el Evangelio con un anuncio explícito, preñado de las preocupaciones de los hombres (las grandes y las cotidianas, porque las primeras nos dan y plantean el sentido que deben tener las segundas) y trazado con sencillez, belleza y sensibilidad (lejos, claro está, de cualquier banalidad). No podemos perdernos en cuestiones accidentales cuando se trata de ser sal que da sabor y luz que ilumina, levadura que fermenta: debemos ser creativos, pero no superficiales, para seguir generando “epifanías de la belleza”.

 

Cristiano: de Jerusalén a Antioquía

 

Este fue el primer camino de largo recorrido (el hecho más importante de la historia de la primera misión cristiana), el que llevó a los discípulos a Antioquía, ciudad de aquella Siria helenizada donde los discípulos fueron (fuimos) llamados por primera vez cristianos (Hch 11,26) y abrieron el anuncio de la fe a las gentes, a todos sin distinción. Ya no había identidades exclusivas, sino la experiencia y encuentro con aquel que es acogido como Señor y confesado como el Cristo. Y con un matiz importante: Antioquía fue una experiencia de fe abierta y comunitaria (todos, judíos y paganos, en la mesa) que no se conformó con el refugio cálido y confortable de la comunidad, sino que se abrió hacia el testimonio arriesgado y misionero.

Y quizás sea este el camino que de nuevo debamos recorrer primero, o al menos, el más necesario: ser rostro peregrino del Evangelio nos exige a nosotros como creyentes, como Iglesia, recuperar o revitalizar, en cierta manera, rehabilitar o restaurar el rostro y el ser cristiano para liberarlo de las capas de barnices que lo han ido oscureciendo y devolverle así su color original (color del Reino y del Evangelio), como esta Catedral que nos contempla y que contemplamos. Hemos de comenzar por nosotros mismos y por nuestra Iglesia, por nuestras comunidades cristianas: una conversión pastoral y misionera (EG 25, 27, 32).

Y para ello, necesitamos ser cristianos en serio y no en serie. Hablar de lo que debe abundar en el corazón: de Dios no podemos callar, si dejamos que Dios hable en nosotros. En primer lugar lo debemos escuchar, acoger, entrañar en nuestra propia vida: ser testigos/rostro no es cuestión de cátedras ni de cursillos, sino de creer, de tener experiencia del Dios misericordioso. Dejarnos transformar individual y comunitariamente por esta experiencia y sentir la urgencia de comunicarla y de transmitirla pertenece al «código genético» de la fe cristiana: “Te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto” (Jesús a Nicodemo, Jn 3,11). Celebrar el DOMUND, ser misión está en el ADN del discípulo de Cristo.

Pero no es un camino para solitarios, aunque la vida nos imponga soledades. Hay que superar la tentación de creer sin pertenecer, porque un cristiano solo y solitario no es cristiano. Hay que ser cristianos concretos con rostro de Pueblo e Iglesia. Se hace “imposible creer cada uno por su cuenta”, porque la fe no es “una opción individual” entre el “tú de Dios” y el “yo creyente”, sino que abre el yo al “nosotros” y se da siempre “dentro de la comunión de la Iglesia”. Por esta razón, “quien cree nunca está solo” (Francisco,  Lumen Fidei 39)

 

Hermano: de Jerusalén a Jericó

 

Este es el camino más difícil de transitar, o el que más nos puede tentar para que lo abandonemos, por la distancia y el riesgo.

De Jerusalén a Jericó hay apenas unos 30 kms y la carretera discurre en su descenso aún hoy entre las crestas desérticas del desierto de Judá.  La peligrosidad de ese camino era tal que se le llamaba el “camino de la sangre”. Y en estos pocos kilómetros los hombres se dividen en dos categorías: los que pasan de largo y los que se paran; los que van por su camino o los que se detienen; los que dicen que no es asunto mío o los que se sienten responsables; los que no quieren que los molesten o los que se hacen presente en el dolor que les rodea, que les golpea; los que no hacen mal a nadie o los que saben inclinarse ante todas las necesidades…

Jesús hizo parábola de este camino, no para plantearse preguntas cómodas y teóricas, como las del maestro de la ley (¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?… ¿Quién es mi prójimo? Lc 10, 25.29); y menos  para buscar sólidas razones que nos lleven a dar rodeos o cambiar de lado, como el sacerdote y el levita (Lc 10,31-32), si uno no quiere quemarse la mirada ante una realidad incómoda y tener así la conciencia tranquila. Este camino de Jericó continúa siendo maldito, no porque haya bandidos o pandemias, sino por la ausencia del amor, por el “pasar de largo”, por ser culpables de haber hecho callar el corazón, eso sí, con “sólidas razones”. No son los salteadores los que hacen terrible el camino. Es la indiferencia, la despreocupación, el temido “cansancio” de los buenos.

Jesús pone en la cátedra de la vida el gesto del samaritano, como indicación del gesto oportuno y del lado acertado en el que hemos de pararnos los cristianos ante los anónimos caminantes que siguen sin papeles y sin voz en esta Babel contemporánea que ha vivido confinada y precisa esperanza y confianza. Debemos generar, promover, sostener “oasis de misericordia” en nuestra Iglesia, en nuestras comunidades, en nuestra sociedad porque el amor nunca abandona al hombre, exige continuidad y fidelidad. No se trata de coleccionar emociones, sino de asumir compromisos.

Cuando Jesús concluye su parábola y su diálogo con el maestro de la ley, nos indica que el camino es para recorrerlo y hacerlo, no para medirlo o simplemente pasearlo: “Vete y haz tú lo mismo”. Nos pide implicarnos, y no complicarnos en diagnósticos ya sabidos: el conocer nos sirve cuando se hace praxis próxima al prójimo, preocupándonos de verdad por el hombre de “carne y hueso”, de carne maltratada y huesos rotos, presentes a la llamada de los hechos, a la prueba de los gestos concretos. Desentenderse del amor, entendido como justicia y servicio, es desentenderse del hombre (Deus caritas est 28).

Ser cristiano es ser hermano, ser prójimo: no se trata de saber a quién debo amar, sino darme cuenta de que todos tienen derecho a mi amor. Tengo que acercarme, hacerme prójimo. Sólo aproximándome podré escuchar, oír sufrimientos, o al menos intuirlo, percibir llamadas de amor aunque no hayan sido expresadas. Se trata de anular distancias para hacerme prójimo. Descubrir que el verdadero conocimiento de Dios es conocimiento del hombre. Sólo la humanidad, el estremecimiento de las entrañas, el profundo dolor del corazón, es «síntoma» de lo divino.

Hay hermanos donde hay un padre: la fraternidad es la consecuencia de un Dios Padre que, en Jesucristo, ha querido compartir el destino de los hombres, vivir entre nosotros y morir por todos. Cristo se ha hecho hermano nuestro para que compartiendo su destino, compartamos el destino de los otros hermanos y vivamos con las mismas actitudes con las que Él vivió las nuestras.

Debemos ser testigos peregrinos al servicio de una vida más humana y humanizada, entendida como don de Dios y tarea humana, promotores de una cultura de la vida digna del hombre y de todo hombre (sin abstracciones).

Peregrinos en la vida, como ciudadanos y cristianos, tenemos en las manos, y en el corazón y en la vida, una tarea irrenunciable e inexcusable: hacer de la fraternidad el sustantivo constituyente del ser y hacer de todo cristiano, como fruto de un amor no cualquiera, sino del de un Dios que nos ama libre y paternalmente.

 

Y de Jerusalén a Santiago

 

Aquí hemos llegado, tras las huellas de Santiago el Mayor, que también llegó desde la Ciudad Santa, como ciudadano, cristiano y testigo, sembrando un Evangelio que no es un sermón, ni pretende buscar ni hacer prosélitos, sino anunciar el don de Dios que nos llama a ser “personas cántaros” (EG 86) que vierten, riegan y cuentan lo que han visto y oído.

Por ello, superemos rutinas que paralizan y discursos que desgastan los ánimos y cierran los oídos del corazón. Son tiempos de oportunidad y de compromiso, de ponerse manos a la obra. Es el momento de aprender la gramática de la simplicidad, y no instalarnos en el reino de la retórica (EG 232), de acoger el ritmo de la espera, acompañar a los desesperados, de recuperar  las entrañas de misericordia, ir a buscar el huésped

Como cristianos, como peregrinos tenemos un largo camino que se nos abre, un reto que se nos brinda. y, sobre todo, el convencimiento de que tenemos algo valioso que ofrecer.

Y una llamada a caminar [sin miedos] con aquellos que compartan el empeño de construir un mundo verdaderamente más humano y más justo, sin olvidar la fuente donde mana, Aquel que es el único Justo.

Ser rostro peregrino como ciudadano, cristiano y hermano no es ponerse contra nadie, sino “poner al hombre en pie” (que diría Blas de Otero) para abrirlo a la trascendencia y a la fraternidad, y no a cualquiera, sino a  la que mudó en silencio puesta en pie en una Cruz que sigue siendo, ¡¡oh paradoja!!, camino hacia la Vida.

Ese Dios hecho carne que nos enseñó que los rostros son más importantes que las ideas y que no podemos separar a Dios del prójimo porque nos debemos amar unos a otros en aquel que nos amó primero. Es osado hablar de Dios, pero al mismo tiempo  no podemos callar acerca de él, porque es Palabra que produce vértigo y misterio.

Pero atención, “no se puede dar culto a Dios (al manifestado en el Crucificado-Resucitado) sin velar por el hombre, su hijo, y no se sirve al hombre si no le respondemos a la pregunta por Dios”, dijo Benedicto XVI en su viaje a Santiago de Compostela en noviembre de 2010.

Y sobran ya mis palabras: es tiempo de vivir y no de hablar, es tiempo de ser misión, de contar lo visto, vivido y oído. Más que palabras hacen falta vidas (las de los testigos, las de los rostros vivos, las de los misioneros) para recorrer primero, y acompañar después a otros, por el único camino, que es Jesús, el Señor. ¡¡Ultreia e Suseia!!