Promesas de Dios y fe

El libro de la Sabiduría da cuenta de aquello que anticipadamente habían vivido los descendientes de Jacob. Se trataba de la liberación de que serían objeto por medio de Moisés, a la salida de Egipto. Al conocerlo antes, recibieron ánimos, por la certeza que tenían de que Dios llevaría a cabo la salvación de los inocentes y el castigo de los culpables. De ese modo, el Señor los llamaba a ellos para que estuvieran con Él. Con espíritu de solidaridad, los miembros de aquel pueblo salvado se reunieron para celebrar un acto en honor del Señor, con los himnos propios de la Pascua.

La Carta a los Hebreos hace un elogio de la fe de los antepasados. Unos y otros, estaban seguros de que las divinas promesas se cumplirían. Abraham y Sara habían creído contra toda esperanza, pues siendo Sara estéril, confiaban en lograr una descendencia numerosísima, pues el Señor se lo había prometido a Abraham. Y estos patriarcas, a pesar de morir sin ver la tierra prometida, esperaban tener en el cielo una ciudad más importante, que el Señor les tenía preparada. Por su parte, Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, consciente de que el Señor puede incluso resucitar a los muertos.

Jesús anima a los que le escuchan a vender sus bienes y dar el dinero a los pobres. Así tendrán un tesoro en el cielo, donde ni el orín ni la polilla pueden corromper lo que allí tengan. Además, donde tenemos nuestro tesoro, en ese lugar tendremos el corazón. Hace Jesús una llamada a la vigilancia, semejante a la de los siervos que esperan de noche la llegada de su señor, para abrirle apenas llegue. Nosotros debemos ser como esos siervos vigilantes, pues a quien mucho se le ha dado, mucho se le exigirá.

José Fernández Lago