En la solemnidad de la Ascensión de Jesús al cielo, la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles muestra a Jesús que se despide de sus discípulos, pero que les encomienda que permanezcan en Jerusalén, para que sean “bautizados con Espíritu Santo”. Este descendería sobre ellos, y les concedería fuerza suficiente para dar testimonio de él en Jerusalén, en el resto de Judea, en Samaría y hasta las confines del mundo. También anuncia su vuelta gloriosa para el final de los tiempos.
San Pablo pide para los Efesios espíritu de sabiduría y revelación, para conocer a Dios. También pide que tengan bien lúcida la mente y su corazón, de modo que comprendan cuál es la esperanza a la que les llama el Señor, y qué gloria tan rica les espera a los creyentes. Todo eso se debe al poder que Dios tiene, y que manifestó en su obra a favor de Cristo, a quien resucitó de entre los muertos y sentó a su derecha. El Padre hizo que Cristo fuera cabeza de la Iglesia; y que esta fuera el Cuerpo de Cristo, la plenitud del que lo perfecciona todo en todos.
El Evangelio, como de ordinario, trata de Jesús. A él se referían las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, que anunciaban su sufrimiento y muerte, y después su resurrección. En su nombre había de llamarse a todos a la conversión, para el perdón de los pecados de todos los hombres. Añade que el Padre hará que la promesa de enviarles el Espíritu Santo se haga realidad. De ese modo les llenará la fuerza de lo alto. Jesús, después de bendecirlos, subió al cielo y se alejó de ellos, que se volvieron a Jerusalén llenos de alegría.
José Fernández Lago