El rey Saúl estaba dormido, en descampado, junto con su ejército, cuando se disponía a terminar con la vida de David. Al sorprenderlo David y sus acompañantes de ese modo, Abisaí le animaba a matar a Saúl. David le respondió que no debía atentar contra el Ungido del Señor. Lo que sí, hizo David, fue adueñarse de la lanza de Saúl y del jarro de agua que tenía a su cabecera. Una vez lejos del rey, le gritó desde lo alto de la montaña que podía mandar a uno de sus siervos a recoger la lanza que le pertenecía. Aunque el Señor había puesto a Saúl en sus manos, David no quiso atentar contra el Ungido del Señor.
Teniendo como base el libro del Génesis, al describir la creación del hombre, San Pablo refiere que Dios creó al hombre y a continuación le transmitió su Espíritu. Consiguientemente concluye que el cuerpo del ser humano es el fruto primario de la intervención de Dios. Por lo tanto, el hombre terreno, el hombre “en Adán”, es en el tiempo lo primero. A continuación, siguiendo la actuación de Dios, viene el hombre espiritual, el hombre celestial, el hombre nuevo, Cristo Jesús. Nosotros, que tenemos la imagen del hombre terreno, hemos de ser también imagen del celestial.
El Evangelio muestra la llamada de Cristo a amar a los enemigos y a hacer el bien a los que nos odian, de modo que seamos buenos hijos del Padre celestial, que es bueno con todos, incluso con los malvados y desagradecidos. En lo que respecta a nosotros, los creyentes, hemos de imitar al Señor, siendo compasivos y perdonando a los demás, para que también Dios nos perdone. La medida que utilicemos nosotros, la utilizará con nosotros el Señor.
José Fernández Lago