- «Aquí ves que no hay ninguna limitación para vivir con alegría», afirma la religiosa
La reina del Cottolengo de Santiago es una niña de diez años que se llama Sara, y la decana, Esperanza, que tiene noventa y cinco. El centro está ubicado en un magnífico edificio, que dispone de una amplia y confortable zona exterior, y acoge a medio centenar de mujeres. Son personas que padecen una enfermedad crónica incurable y que no tienen recursos, según explica la madre superiora, Silvia Jiménez del Pino (Talavera, 1978). «El Cottolengo vive de la providencia. Nunca ha faltado nada. Recibimos donaciones y herencias, pero también nos traen comida, ropa, cosas de casa, camas articuladas… Y en la pandemia fue espectacular, porque tuvimos más atención y ayuda que nunca, la gente se volcó muchísimo», según advierte. «Y aunque teníamos miedo, no tuvimos ningún contagio. Los empleados se portaron muy bien, a los que les estoy muy agradecida. Como tenemos un jardín hermosísimo, nos sirvió para la expansión de las enfermas», añade.
A pesar de las dificultades y limitaciones de movilidad de algunas mujeres, hacen excursiones y viajes. Hoy mismo salía un grupo de veinticinco para Madrid en un autobús adaptado. Pasarán la semana en el Cottolengo de la capital española. Y en junio vendrán las madrileñas a Santiago, tal cual un intercambio. «Les gusta mucho salir y lo aguantan todo. A veces yo voy muy cansada, pero ellas siempre dicen que van bien. Ya en las vísperas del viaje, en que hacemos las maletas y preparamos todo, están súper contentas y nerviosas. Van felices. Viven con un espíritu de superación increíble; y se ayudan muchísimo entre ellas; y, además, se conocen bien. Somos familia. A veces llegan muy jóvenes y están aquí hasta la muerte. Esto no es un hospital ni una residencia, es una casa», relata con entusiasmo la hermana Silvia. En mayo irán cinco al santuario de Lourdes. También fueron a Las Fallas de Valencia, donde algunas se vistieron de falleras y lo pasaron «fenomenal», tal como muestra un vídeo que hicieron de aquel viaje. Un paseo en catamarán por O Grove, una visita a la cascada de O Ézaro, una tarde en el parque acuático de Cerceda o un baño en la playa viguesa de Samil son excursiones que hicieron, por increíble que parezca. «La gran enseñanza del Cottolengo es que la limitación no es ningún obstáculo para vivir con alegría», señala con una sonrisa.
La hermana Silvia, que lleva ocho años en Santiago, habla con naturalidad de su profesión religiosa: «Fui dura de pelar, porque yo estaba muy feliz con mi trabajo y viviendo con mi familia. Tenía una vida hecha. Pero un día me planteo qué quiere de mí Dios, y siento que quiero formar familia con los más necesitados. El impacto que me llevé cuando conocí el Cottolengo de Barcelona, en medio de la sencillez, las limitaciones de las personas acogidas y ver que recibes más de lo que das…». Silvia tenía veinticinco años cuando decide optar por la congregación del Padre Alegre, aunque reconoce haber tenido alguna propuesta de relación romántica. «Pero yo tenía claro que quería cumplir la voluntad de Dios», concluye.
Tampoco elude hablar de las crisis o tentaciones. «Crisis las tiene todo el mundo, los matrimonios, en la vida religiosa, pero hay que ser responsable con la decisión que has tomado y no tirar la toalla a la primera de cambio. Vivimos en una sociedad merengue, muy de mantequilla. Ahora se aguanta poco. Sin embargo, esto yo no lo cambio por nada, viviendo con mis hermanas de comunidad y con los más necesitados», apostilla Silvia Jiménez.
Fuente: La Voz de Galicia