Homilía de mons. Julián Barrio el Jueves Santo

El amor de Jesús fue desgranándose a lo largo de su vida con un desvivirse total y pleno hasta llegar a la total entrega de su vida. Esta tarde del Jueves Santo la Iglesia nos invita a la gratitud, a la adoración, a la reparación y a la imitación. Recordamos que Cristo instituyó la Eucaristía, “amor que se inmola”, convirtiéndose en alimento en nuestro peregrinar cristiano. Instituyó el sacerdocio, “amor que se hace visible y se prolonga en hombres de carne y hueso”, urgiéndonos a rogar al Dueño de la mies a que envíe obreros a su mies. Nos dejó el mandamiento del amor fraterno: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, testimoniado en el lavatorio de los pies, “amor que se abaja para poder mirar a los demás” desde abajo.

En el Cenáculo se realiza todo con sencillez. “Bajo las especies del pan y del vino, Jesús se hace  realmente presente con su cuerpo entregado y su sangre  derramada como sacrificio de la Nueva Alianza”. En este sacramento se actualiza el sacrificio redentor de Cristo en la cruz y se convierte en Banquete sacrificial, donde le comulgamos, y nos hace partícipes de su vida divina. Es el misterio de la fe que se fundamenta no en los sentidos sino en la autoridad de sus palabras. Hemos de agradecer la Eucaristía, recibirla con corazón limpio y gastar nuestra vida por los demás porque la participación en la Eucaristía ha de traducirse en servicio generoso. No podemos separar lo que creemos de lo que hacemos. A veces nos dicen que nuestra fe es abstracta y descarnada.

Jesús antes de la cena se levantó, se quitó el manto, tomó una toalla y lavó los pies de los discípulos. El desconcierto fue grande. No extraña la reacción de Pedro que no comprende ni acepta el proceder de Jesús que les dice: “Os he dado ejemplo…”. “¡Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros!” (Jn 13,14). Esto comporta salir de nuestros espacios seguros y cómodos, despojarse de todo aquello que nos sitúa en una posición de poder y prestigio, y agacharnos para poder mirar a los demás desde abajo, no por encima del hombro. Cuando uno ama no se considera superior y trata al otro con todo respeto. Hemos de dejarnos de tantos ropajes que nos impiden ser nosotros mismos y encontrarnos con los demás  para servirles, sobre todo a los pobres.

Quien no esté dispuesto a esto no tendrá parte  con Cristo. Si queremos ser creíbles hemos de hacerlo todo con amor. Fácilmente nos identificamos con la humildad de Pedro que se siente indigno de que el Maestro le lave los pies. Tal vez no recordaba que Jesús les había dicho: “El que de vosotros quiera ser grande, que se haga el más pequeño”. Pero “sólo si nos dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos purificar por el Señor mismo, podemos aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho”. La caridad será la señal por la que reconocerán al cristiano y es la mejor diálisis para purificar nuestra espiritualidad. Estamos llamados a hacer de la historia una historia de salvación. Esto contrasta con un cristianismo demasiado acomodado. Hemos de aprender la lección del Señor y llevarla a nuestros deberes en la casa, en la calle, en el trabajo. El mensaje del amor puede cambiar el mundo. “Comulgar con Cristo es darse con él a los demás, amar hasta el extremo. La Eucaristía que edifica a la Iglesia como comunión de fe, esperanza y amor, imprime en quienes la celebran con verdad una auténtica solidaridad y comunión con los más pobres”.

¡Dichosos los invitados a la Cena del Señor! Con el traje de nuestra amistad con Dios, le decimos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Es Jueves Santo. Anunciemos la muerte del Señor, y proclamemos su resurrección, cumpliendo su mandato: “Haced esto en memoria mía”. Amén