María, mujer encinta

«Estuvo con ella unos tres meses y se volvió a su casa».

El evangelio no dice, esta vez, que volvió «presurosa», como en el viaje de ida. Pero cabe suponerlo. Se había alejado de Nazaret casi a la carrera, sin saludar a nadie. Aquella increíble llamada de Dios la había conmocionado. Era como si, de pronto, dentro de su casita, se hubiera abierto un cráter y ella caminara al borde, presa

del vértigo. Y, para no precipitarse en el abismo, se había agarrado a la montaña.

Ahora había que volver. Aquellos tres meses de altura habían sido suficientes para aplacar los tumultos interiores. Al lado de Isabel, había hecho el noviciado de una

gestación, cuyo secreto comenzaba lentamente a deshilvanar.

Ahora había que bajar a la llanura y hacer frente a los problemas propios de una mujer que está a la espera. Con alguna complicación más. ¿Cómo decírselo a José?

Y a las compañeras con las que hasta hacía poco había compartido sus sueños de muchacha enamorada, ¿cómo explicarles el misterio que se había producido en su seno? ¿Qué dirían en el pueblo?

 

Sí, también a Nazaret debía llegar presurosa.

Por eso aceleraba el paso, danzando casi entre las piedras. Después de todo, se sentía, en aquellos senderos del campo, como llevada por el viento, aunque las hojas de los olivos y los pámpanos de las vides no dejaran percibir su brisa, en medio del calor plúmbeo del verano de Palestina.

Para aplacar el latido de su corazón, algo que no había sentido tres meses antes en la subida, se sentó en la hierba. Advirtió, entonces, que su vientre se había hinchado como la vela de una barca. Y comprendió, por vez primera, que aquella vela no se izaba sobre su frágil barquita de mujer, sino sobre la gran nave del mundo para conducirla hacia playas lejanas.

Apenas había entrado en casa cuando José, sin pedirle que le diera explicaciones que completaran las del ángel, se la llevó consigo.

Era feliz a su lado. Estaba atento a sus necesidades.

Entendía sus anhelos. Interpretaba sus cansancios imprevistos.

La ayudaba en los preparativos de un nacimiento que ya no tardaría.

Una noche dijo ella: «Mira, José, se mueve». Él puso sobre su vientre la mano, tan suave y velozmente como lo hacen los párpados, y tembló de felicidad.

María no fue ajena a las tribulaciones por las que debe pasar toda mujer encinta.

Más aún, era como si se concentraran en ella las esperanzas, al tiempo que los miedos, de todas las mujeres a punto de dar a luz. ¿Qué será de este fruto, todavía no maduro, que llevo en mi vientre? ¿Le querrá la gente? ¿Sentirá la dicha de vivir?

¿En qué medida me afectará, también a mí, el versículo del Génesis: «Con dolor parirás a tus hijos»!

Cien preguntas sin respuesta. Cien presagios de luz.

Pero también cien inquietudes que porfiaban en ella cuando su femenina parentela se quedaba hasta tarde haciéndole compañía. Ella escuchaba sin turbarse.

Y sonreía cada vez que alguna murmuraba: «Seguro que será una niña».

 

Santa María, mujer encinta, criatura dulcísima que, en tu cuerpo de virgen, ofreciste al Eterno su pista de aterrizaje en el tiempo, joya de ternura donde vino a encerrarse Alguien a quien los cielos no logran contener: nunca podremos saber nosotros con qué palabras le respondías, mientras le sentías moverse bajo el corazón, como queriendo establecer antes de tiempo coloquios de amor contigo.

Quizá en esos momentos te hiciste la pregunta de si eras tú quien le hacías palpitar o era él quien lo hacía contigo.

Vigilias trémulas de sueños, las tuyas. Mientras, con mano habilidosa sobre la rueca, le preparabas pañales de lana, ibas tejiéndole, lentamente, en el silencio de tu seno una túnica de carne.

Quién sabe cuántas veces habrás tenido

el presentimiento de que algún día le desgarrarían aquella túnica.

Te invadía, entonces, una tristeza profunda, pero volvías a sonreír, en seguida, pensando que muy pronto las mujeres de Nazaret, visitándote después del parto, dirían: «¡Cuanto se parece a su madre!».

 

Santa María, mujer encinta, fuente por la que, desde las laderas de las montañas eternas, llegó a nosotros el agua de la vida: ayúdanos a aceptar como don a toda criatura que se asoma a este mundo.

Ninguna razón justifica su rechazo.

No hay violencia que justifique la violencia.

No hay programa que no pueda romperse ante el milagro de una vida que germina.

Acude, te suplicamos, al lado de Maruja, que desespera, porque a sus cuarenta años no sabe aceptar una maternidad no deseada. Apoya a Rosa, que no sabe cómo afrontar a la gente, desde que él se marchó, abandonándola a su destino de madre soltera. Sugiere palabras de perdón a Lucía que, después de una loca aventura, no es capaz de encontrar la paz, e inunda cada noche, con lágrimas de arrepentimiento, la almohada. Llena de gozo la casa de Dori y Marcos, aunque nunca en ella se oirán balbuceos de niños; diles que la indefectibilidad de su amor recíproco es ya una criatura que basta para colmar su existencia.

 

Santa María, mujer encinta, gracias porque, si llevaste a Jesús en tu seno nueve meses, nos llevas a nosotros toda la vida. Que heredemos tus facciones. Modélanos conforme a tu rostro.

Trasmítenos los rasgos de tu espíritu.

Porque cuando llegue para nosotros el nacimiento último, si las puertas del cielo se abren de par en par y sin chirridos ante nosotros, será sólo por nuestra semejanza contigo, por pálida que sea.

 

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta