Una monja contagiada

La respuesta inmediata de la gente, ante este título, será algo semejante a decir: No van a correr ellas otra suerte distinta de la del común de los mortales. Es cierto: las personas que nos hemos consagrado a Dios para servir a los demás, no permanecemos inmunes a los daños que otros sufren. Lo que sucede es que esa Hija de la Caridad, de la Cocina Económica, ha dedicado su vida a atender a los más pobres, a los hambrientos, a los sin techo, a personas con defensas bajas y en muchos casos no tan agradecidas.

Estas monjas, en tantas ocasiones, han hecho estudios a los que no les han sacado producto, pues ninguna de ellas posee dinero. Nunca han ambicionado la estabilidad en su trabajo, sino que están a merced de lo que disponga quien tiene la responsabilidad de señalarles el destino. Sin embargo, sin dinero ni puesto fijo, tienen un corazón que ama y que no regatea esfuerzos para hacer más llevadera la vida a sus compañeros de camino. Tratan de abrir a la esperanza el corazón de los que acuden a la Cocina Económica, testimoniando con su ejemplo el amor de un Padre que nos ama mucho, y que nos ha creado para vivir una existencia que no tendrá fin.

Ya se ha escrito, a propósito de la peste del corona virus que nos aqueja en estos días, que el ser humano va a salir renovado de esta prueba. El confinamiento a que estamos sujetos en la actualidad, ha promovido el que los padres vuelvan a conversar y a jugar con sus hijos; el que las amas de casa y quienes les ayudan en el ejercicio diario tengan una relación más estrecha y fraterna; y el que en general los miembros elevados de nuestra sociedad no reparen en trabar amistad con los que desarrollan trabajos más humildes. Incluso en esta situación quienes habían perdido la sensibilidad de la fe, al considerar que el hombre era casi omnipotente, traten de ver más allá de lo que perciben los sentidos exteriores.

El hombre de la Biblia ha visto siempre la situación de esclavitud o el exilio del pueblo como consecuencia de una vida poco justa, olvidando los mandatos de Dios, para realizar obras que rebosaban ligereza. Esta enseñanza de la Biblia, en nuestra sociedad occidental había dejado de ser aceptada, e incluso los padres de familia que trataban de cumplir los divinos mandatos, se quedaban tranquilos cuando un hijo o hija habían conseguido un trabajo económicamente fructífero y tenían pareja estable, aunque convivieran sin llegar a casarse. Hoy, en una situación en la que no se sabe ni cuándo se alcanzará “el pico” ni lo que durará, se han terminado aquellas seguridades propias del “rico insensato” de la parábola de Jesús que recoge San Lucas en su Evangelio.

Ahora, cuando ya se ha empezado a hablar en serio de solidaridad, procede “rebobinar”. Nunca me ha convencido del todo el que le concedieran la máxima distinción a quien, en el ejercicio de su cometido, estando bien pagado, moría como consecuencia de la agresión de un semejante. Sí que merecía la máxima condecoración quien ofrecía su servicio de modo espontáneo o ejerciendo como voluntario, y hallaba la muerte por intentar salvar a otra persona. Quiere esto decir que nuestra sociedad debería valorar lo que ha significado y significa el que haya habido y existan tantas Instituciones religiosas creadas para atender al prójimo. La gente se queda con nombres sueltos: el Sida, Teresa de Calcuta…; pero hay muchos más cometidos que los de servicio a los enfermos del Sida, atenciones que pocos quieren dedicar; y hay muchos y muchas “Teresas de Calcuta”. Llegó un momento en que se prescindió de unos y otras porque no se unían a las huelgas, sino que trabajaban sin horario, y además querían respetar sin condiciones la vida de los no nacidos. Ahora, con todos mis respetos al personal dedicado a los enfermos en Hospitales y otros Centros, tenemos que echar de menos a las personas entregadas “en cuerpo y alma” a servir a los más necesitados.

Vaya desde aquí mi agradecimiento a las Hijas de la Caridad y a todo aquel que se entregue al servicio de los demás por verdadero amor.

José Fernández Lago