Con la muerte de Cristo, el mundo quedó en tinieblas, al faltarle la luz de la vida. Pero pronto resplandeció para el hombre la luz de la Pascua. Como dice el salmista, no podía permanecer en el sepulcro el Santo de Dios; no podía experimentar la corrupción el autor de la vida. Las campanadas de Pascua rompieron el silencio de la noche, para llamar al hombre a compartir la alegría de Jesucristo, vencedor de la muerte.
Hoy, los que hemos acompañado a Cristo en su pasión, asociándonos a su madre dolorosa, al Discípulo Amado y a las piadosas mujeres, nos unimos al Cristo glorioso.
La 1ª lectura de este día, del libro de los Hechos de los Apóstoles, como será a lo largo de todo el Tiempo Pascual, da testimonio de la ejemplaridad de Cristo en su vida terrena, de la entrega a la muerte por nosotros, y de su resurrección y encomienda a los discípulos de anunciar que, por él, nos llega el perdón de los pecados. El Evangelio según San Juan presenta a María Magdalena yendo al sepulcro y viéndolo vacío; y la transmisión de esa noticia a Pedro y a Juan, que van allí, y. al ver lo que ven, creen en el cumplimiento de las profecías bíblicas sobre su resurrección. La 2ª lectura nos dice, aprovechando el simbolismo del verbo griego que está por “bautizar”, que, si hemos muerto con Cristo en el Bautismo, hemos de mirar a las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios.
La solemnidad de la Pascua tiene tal importancia que se prolonga a lo largo de siete días más, constituyendo con el día de la propia Fiesta la Octava Pascual. De ese modo, esos otros siete días se celebran como si del mismo día de la fiesta se tratase. A lo largo de esos días ha de resplandecer de tal modo la victoria de Jesús sobre la muerte, que en nuestras celebraciones no puede haber otra referencia que la de la resurrección de Cristo y la de nuestra resurrección con él.
La victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado suscita en nosotros esa esperanza, que le mueve a San Pedro, en su 1ª Carta, a alabar a Dios, porque, merced a la resurrección de Cristo, nos ha proporcionado esa esperanza que no puede fallar, al haber sido derramado en cada uno de nosotros el Espíritu Santo de la promesa, fuente de fe y de alegría en el Señor.
José Fernández Lago