Cuando, en este su segundo viaje apostólico, Pablo y Silas abandonaron Filipos, se dirigieron a Tesalónica, donde los judíos tenían su sinagoga. Pablo, siguiendo su costumbre, entró en la sinagoga a lo largo de tres sábados, intentando hacerles comprender que ese Jesús, a quien él anuncia, es el Mesías esperado, y que su pasión estaba ya prevista, y también su resurrección de entre los muertos. Los judíos arremetieron contra los apóstoles y contra Jasón, que los había acogido en su casa. Los hermanos los sacaron de noche, para que se dirigieran a Berea.
En Berea tuvieron buena acogida, y Pablo habló con normalidad en la sinagoga, y recibieron con buen ánimo las palabras de Pablo, escudriñando las Escrituras. Tampoco aquí faltó el revuelo, pues llegaron de Tesalónica los agitadores de algún día antes, y alborotaron a las turbas. Entonces unos hermanos recogieron a Pablo, de suerte que alcanzara el mar, para dirigirse a Atenas, mientras que Silas y Timoteo esperaban allí, hasta que pudieran ir al encuentro de Pablo.
En Atenas, Pablo se dirige al Areópago. Felicita a los atenienses por ser tan piadosos que tienen incluso un monumento al dios desconocido. Pablo dice que de ese Dios quiere hablarles él. Lo proclama como el creador de todo, que no habita lejos de nosotros, sino que “en Él vivimos, nos movemos y existimos”. Va adelante con su discurso, hasta que dice que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos. Entonces desconectaron de lo que pudiera decirles, porque no creían en la resurrección. Sin embargo, algunos creyeron y se asociaron a Pablo.
José Fernández Lago