«Y lo reclinó en un pesebre».
La palabra «pesebre» aparece tres veces en pocas líneas.
Esto, si se tiene en cuenta el estilo de Lucas, nos intriga un poco.
El evangelista alude a algo, no cabe duda. Siendo pintor, quiere presentar a María en actitud de quien llena el cestillo que estaba vacío en la mesa. Aunque es verdad que en el pesebre se echa la comida a los animales, no es difícil leer en aquel gesto la intención de presentar a Jesús, ya en su primera aparición, como alimento del mundo.
Mejor, como pan del mundo.
Debajo, la paja para los animales.
Encima de la paja, el grano molido y cocido para los hombres.
En el pesebre, envuelto en pañales como en cándido mantel, el pan vivo bajado del cielo.
Junto al pesebre, como ante un tabernáculo, la panadera de aquel pan.
María había comprendido bien su misión desde cuando se vio llevada por la Providencia a dar a luz lejos de su pueblo, allí en Belén, que justamente quiere decir casa del pan. Por eso, en la noche del rechazo, usó el pesebre como el cestillo de una mesa. Como queriendo anticipar, con aquel gesto profético, la invitación que Jesús, la noche de la traición, dirigiría al mundo entero: «Tomad y comed todos, porque esto es mi cuerpo que se ofrece en sacrificio por vosotros».
María, pues, portadora de pan. Y no sólo del espiritual.
Deformaríamos su figura, si la sustrajéramos a la preocupación humana de quien se afana para no dejar vacía la mesa de su casa. Claro que pasó por la tribulación del pan material. Y cuando alguna vez no lo conseguía, tal vez lloró a escondidas.
Como esa otra María, pobre mujer, que vive en un sótano con una nidada de hijos y un marido en paro, a quien por ser insolvente no le conceden crédito alguno, ni siquiera en la tienda del pan.
Jesús debió de leer, en los ojos resplandecientes de su madre, la inquietud del pan que falta y el éxtasis de su aroma cuando, caliente todavía, se trocea sobre el mantel.
De ahí que haya en el evangelio tanto alborozo de pan que, al repartirse, se multiplica y, pasando de mano en mano, sacia el hambre de los pobres acomodados en la hierba
y sobran doce canastas.
De ahí que, en el centro de la oración dirigida al Padre, Jesús introdujera la petición del pan de cada día. Y nos dejó a nosotros la fórmula para implorar, de la Madre, la gracia de una distribución justa, de suerte que a ninguno de sus hijos le falte su ración.
Santa María, mujer del pan, quién sabe cuántas veces experimentaste en tu casa de Nazaret la pobreza de una mesa que hubieras querido menos indigna del hijo de Dios.
Y como todas las madres de la tierra, preocupadas por preservar la adolescencia de sus criaturas de las penurias, te adaptaste a los trabajos más duros, para que no le faltara a Jesús un plato de legumbres sobre la mesa y un puñado de higos en los bolsillos de su túnica. Un pan sudado el tuyo. Sudado, no fruto de renta.
Como el de José, que se alegraba en su taller de carpintero dando los últimos retoques a un banco que intercambiaría por un talego de trigo. Y en los días que tocaba cocer, cuando el perfume cálido de las hogazas superaba el de las pinturas, te oía cantar, y Jesús, observándote sobre la artesa, daba, también él, los últimos retoques a sus parábolas futuras: «El reino de Dios es semejante a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina…».
Santa María, mujer del pan, tú que viviste el sufrimiento de los que luchan para sobrevivir, revélanos el sentido de la aritmética alucinante de la miseria con la que los pueblos del Sur nos presentarán un día las cuentas ante el tribunal de Dios. Compadécete de los millones de seres humanos diezmados por el hambre. Haznos sensibles a la provocación de su grito. No nos evites la inquietud ante las escenas de niños a los que visita la muerte agarrados a los áridos senos de sus madres. Y que cada trozo de pan que nos sobra ponga en crisis nuestra confianza en el actual orden económico, que parece garantizar solamente las raciones de los más fuertes.
Tú, cuya imagen, cual si fuera un amuleto, piedad de madre o ternura de esposa, esconde furtivamente en su equipaje el emigrante o en su maleta quien confía su vida al mar en busca de fortuna, templa las lágrimas de los pobres cuya tierra natal se les ha vuelto amarga en exceso. No los dejes a merced de la humillación del rechazo. Colorea de esperanza las expectativas de los parados. Y frena el egoísmo de quien se encuentra cómodamente sentado en el banquete de la vida. Porque no faltan cubiertos sobre la mesa.
Es que no queremos añadir nuevos comensales.
Santa María, mujer del pan, ¿de quién sino de ti, en los días de abundancia con gratitud y en las largas tardes de escasez con confianza, junto al fuego que crepita sin vaho de pucheros, pudo aprender Jesús la frase del Deuteronomio,
con la que el tentador quedó confundido en el desierto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»? Repítenos esa frase, pues solemos olvidarla fácilmente. Haznos entender que el pan no lo es todo.
Que la cuenta en el banco no basta para estar contentos. Que la mesa llena de comida no sacia, cuando el corazón está vacío de verdades. Que si falta la paz del alma, hasta los alimentos más exquisitos son insípidos.
Por eso, cuando nos veas andar a tientas, insatisfechos, alrededor de nuestras despensas repletas, compadécete de nosotros, aplaca nuestra necesidad de felicidad y vuelve a poner en el pesebre, como hiciste aquella noche en Belén, el pan vivo bajado del cielo.
Pues sólo quien come de ese pan dejará de tener hambre por siempre.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta