Querido diario: pensaba que la ruta hacia Belén se encontraría en otro Camino. Pero no; tan sólo es una etapa de mi peregrinación. Tal vez la más importante. Aquí me siento hijo, niño mimado, hombre de familia. Cansado casi de contemplar belenes, hace poco me fijé en una señora inclinada hacia un muro, con la cabeza gacha; como cuando nos castigaban en el colegio mirando contra la pared. Ella pisaba la acera; yo pasaba a cierta distancia.
No me considero curioso porque me gusta respetar la libertad. Pero al final resulta peor, me hago más lío. Entonces, pregunté si se trataba de alguna escena “costumbrista” local. Cada quien elaboraba su teoría: cabe que estuviese tomando el sol para sus cervicales. O, se encontraba mal y se detuvo a descansar. O, la mujer profesaba el islam y le tocaba rezar, aunque vestía un mandilón “pre-Zara”, “multitarea”, made in Galicia, de toda la vida…
Podía ser la profetisa Ana o, simplemente, una señora celosa de las deposiciones caninas en plena investigación. Incluso, la mujer viuda que buscaba su moneda. Alguien gimiendo junto a un bajo parado que no hay forma de alquilar… Fuera lo que fuese, lo cierto es que se la veía natural, sin respetos humanos, inspirada, interpelante… Mi propia interpretación entroncaba con el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén: la añoranza de todo un pueblo ante la progresiva destrucción de su espacio sagrado.
Como el Templo de Jerusalén, el lugar santo para Dios en el alma fue construido con mucho esfuerzo y mucha Gracia. Seguramente con gran protagonismo de los más desamparados. Una parte se mantiene en pie, pues el Señor ha prometido acompañar a su Iglesia hasta el final, en su servicio a la humanidad. Otra parte clama por ser reconstruida cada día, junto a los hermanos. Sin melancolía. Con esperanza alegre de sembrador. Cobrando nuevo impulso cada Navidad.
Manuel Á. Blanco