En tiempos del Cardenal García Cuesta como arzobispo de Santiago de Compostela, concretamente a mediados del siglo XIX, hubo la intención de terminar de una vez y para siempre con el minifundismo parroquial que predominaba en la diócesis. Tras hacer indagaciones sobre los nuevos límites, hubo una gran revuelta por parte de algunas feligresías, que se verían en adelante unidas a otras de más población. Uno de estos ejemplos fue la parroquia del Divino Salvador de Rebordelos, en el municipio de Carballo, en el pleno corazón de la Costa da Morte (A Coruña). Su iglesia pasaría a contar con la condición de capilla, y a nivel territorial engrosaría a la vecina parroquia de Santa María de Noicela, cuya iglesia apenas se encontraba a kilómetro y medio de distancia. En la misiva que los vecinos enviaron al arzobispo, una de las cuestiones que más le dolía no era el perder la potestad parroquial o de quedar su iglesia reducida a una simple capilla: lo que más les entristeció fue que quedasen sin la reserva del Santísimo Sacramento en su templo, cuya lámpara sostenían de muy buena gana y cuyas fiestas para ensalzarlo financiaban con gran devoción.
Aunque se generalizó a partir del Concilio de Trento, la reserva prolongada del Santísimo Sacramento en las iglesias de Galicia se generalizó a partir del siglo XVIII, ya que la pobreza de los templos no aseguraba la correcta custodia de la Eucaristía. Así, por ejemplo, en 1671 la iglesia de Santa Cristina de Fecha, cerca de la ciudad de Santiago, no contaba con reserva del Pan de los ángeles debido a su soledad: “está desierto en unos montes y por esta razón no hay en él Santísimo sino es sola pila bautismal y todos los rectores han pretendido con los señores arzobispos demoler esta iglesia y anexo por estar muy desviada de la principal y casi no haber feligreses”. Como observamos en este memorial, la presencia de la pila para cristianar y del Santísimo Sacramento en el Sagrario constituyen los elementos más significativos de una iglesia parroquial. En el anterior caso de Rebordelos, de nuevo en esa carta que escribieron los vecinos, no era de vital importancia la condición de parroquial: lo que querían es que no se llevasen a Jesús Sacramentado, que estuviese cerca de ellos como lo había estado desde siglos atrás. En la súplica hicieron promesas al arzobispo, incluso el piadoso voto de que continuarían manteniendo el culto sacramental con todo el esplendor que pudiesen aportar. Sin duda, el corazón del cardenal Cuesta se conmovió: aunque con el tiempo, y en lo práctico, se anexó la parroquia a la de Noicela, quiso que se mantuviera el culto y la reserva de Jesús en el Sagrario de aquella feligresía.
Una de las preocupaciones más grandes del alto clero gallego en la Edad Moderna era la perfecta conservación y el culto del Santísimo Sacramento. Para ello, tres elementos eran indispensables: un Sagrario digno, una lámpara siempre encendida ante él y la celebración solemne del Jueves Santo y de la fiesta del Corpus. Estas ideas, como no, venían de las disposiciones del Concilio de Trento y de los distintos sínodos diocesanos, que trataron de asimilar las ideas contrarreformistas. Emanado del ambiente que se respiraba, el arte barroco surgió para apoyar estos planteamientos. Los magníficos retablos no solo servirían para catequizar al pueblo con sus pinturas e imágenes, sino que serían el marco perfecto para rodear al Santo Sacrificio de la Misa, además de dar una especial cabida y presencia a la reserva y exposición del Santísimo Sacramento. Por lo de pronto, en la mayoría de los retablos que se construyen, se deja libre la calle central del primer cuerpo para el Sagrario y para el expositor o manifestador. El Sagrario, aparte de tener la dignidad necesaria, debía de estar en un lugar visible para toda la asamblea y de contar con un acceso cómodo para los clérigos: el mejor sitio era el centro del altar mayor. En la visita pastoral girada en 1651 al monasterio de Santa María de Armenteira, habitado por monjes bernardos, el visitador se lamentó del lugar donde estaba reservada la Eucaristía: las Sagradas Formas se guardaban en un lugar entre el muro de la capilla mayor y el retablo, en una especie de pequeño pasillo. Así dice el memorial: “hallé que no tenían el Santísimo en la custodia y altar frontero de la puerta principal y cuerpo de la iglesia si no detrás del retablo y altar en una parte que ellos llamar chirola correspondiente a la custodia de afuera, de suerte que entre el retablo y pared de la capilla mayor, de tránsito solo puede caber una persona de ancho (…) y casi no hay capacidad para arrodillarse el preste cuando encierra”. Como la situación del Santísimo desagradaba al visitador y no estaba de acuerdo a las disposiciones litúrgicas, ordenó que lo llevasen “en parte pública en la custodia principal del altar mayor a donde se puede ver y adorar por el pueblo”.
Como es de todos conocido, el clima gallego no es muy beneficioso, especialmente por sus continuas lluvias y por la humedad constante que esta nos deja. Por eso, las iglesias rurales de la Edad Moderna estaban en continua reforma. Cuando las obras tenían que llevarse a cabo en la nave central no había problema, pues se retiraba el mobiliario, y ya estaba. En cambio, si las restauraciones afectaban al presbiterio, lo primero que buscaban era salvaguardar al Santísimo Sacramento: para que la iglesia no quedase sin presencia real de Cristo, se introdujo la costumbre de hacer que en uno de los retablos colaterales del lado del evangelio, es decir, a nuestra mano izquierda mirando al retablo mayor, se hiciese un pequeño tabernáculo, para contener a la Eucaristía en los momentos que fuese necesario. Así lo podemos ver en la contratación de los retablos de la iglesia de Santa María de Rus (20 de marzo de 1831), en el ya citado ayuntamiento de Carballo (A Coruña): “En cuanto a los dos altares colaterales, estos se han de construir según la arquitectura que tiene otro retablo que hay en la iglesia de la Enseñanza (…) y en el del evangelio una custodia decente para colocar allí el Santísimo en las precisas ocasiones”. Otras veces, si existía una capilla cercana al templo parroquial, se guardaba allí mientras durasen las obras necesarias. En la visita pastoral de 1791 a la parroquia de San Martín de Cances, también en el municipio de Carballo, el visitador ordenó regresar la Eucaristía a la iglesia desde la ermita donde se encontraba: “Hay otra capilla en los términos de esta parroquia advocación de San Pedro hecha a devoción de los vecinos, sin renta, en ella tienen el Santísimo Sacramento desde que se reedificó a todo la iglesia, se mandó que procesionalmente en un día festivo se llevase el Sagrario a la parroquial”.
Todos estos traslados, como deja ver este último visitador, tenía que celebrarse con la máxima solemnidad posible: por los humildes y húmedos caminos, las “corredoiras”, por el que cruzaban los vecinos en su día a día, pasaba Jesús mismo. Con una grandeza mayor fue llevado el Santísimo desde San Martín Pinario a la recién terminada iglesia monástica de San Pelayo de Antealtares, en pleno corazón de la ciudad de Compostela; así lo podemos leer en el memorial de ese día, conservado en el archivo de la comunidad: “En 22 de mayo de 1707 se cumplió el día de la Dedicación de la nueva iglesia de San Payo, cuya bendición hizo dos días antes nuestro Padre Maestro Fray Pedro Magalla, Maestro General de nuestra sagrada religión y Abad de este Real Monasterio. En el día 21, a las cuatro de la tarde, salió de San Martín el Santísimo que llevaba el Padre Prior mayor, su paternidad Fray Antonio de Soto, las varas del palio nuevo, que a esta casa dio don Diego de Murga, marqués de Monte Sacro, llevaban seis prebendados, los primeros de la iglesia; gobernando la procesión otras dos dignidades; llevaba el primer pendón don José Arias, inspector del Ejército, y el estandarte don Gregorio Luaces, acompañaban esta solemne procesión las imágenes de Nuestra Señora, el Niño, Nuestro Padre San Benito y San Pelayo, ricamente adornados”. En la comunidad benedictina de Antealtares la devoción eucarística estuvo siempre muy presente: tenían ya en aquel entonces, y no era muy habitual como ahora, la exposición del Santísimo Sacramento; en su iglesia estaba fundada la cofradía de la Minerva, etc. En esta misma línea, la monja M. Ignacia Martínez Sotelo (1803-1851), que tenía experiencias místicas, tuvo la idea de fundar una congregación, las “monjas sacramentarias”, dedicadas al culto, desagravio y obsequio del Santísimo Sacramento. En 1864, el ya citado Cardenal García Cuesta propuso a la monja sor Carmen de San Jacobo Baliñas, nacida en Cuntis y que había profesado como benedictina observante en Corella, la idea de fundar una comunidad reformada en Antealtares, ya que su comunidad se había reducido mucho en las últimas décadas. Esta religiosa gallega quería volver a la esencia de la Regla de San Benito; propuso que, aparte de conservar el espíritu de la Orden, sus monjas “se consagren a la adoración perpetua, día y noche, del Santísimo Sacramento”. Al final, debido a los caprichos de la historia, sor Carmen Baliñas acabó fundando en su villa natal y no en Santiago, como se había propuesto.
Aunque el clero velaba celosamente y con cuidado por Jesús sacramentado, el pueblo fiel no quedó atrás. Fruto de las normativas eclesiales no faltaba en cada parroquia, por pobre que fuese, la cofradía del Sacramento, a la que estaban asociados obligatoriamente todos los feligreses. Con sus contribuciones se sostenía la lámpara y la cera que ardía ante Él, y cuando los caudales eran muchos, la pía asociación promovía la adquisición de nuevos ornamentos, piezas de orfebrería o, incluso, ayudaba a reconstruir la iglesia. Por ejemplo, el campanario y parte de la fachada de San Martín de Oca, en la misma comarca de Carballo (A Coruña), fue sufragada por las caridades de los cofrades del Santísimo, como se especifica en el libro de cuentas en el curso que comprende los años 1777 y 1778. El arquitecto fue Tomás del Río, de la ciudad de Santiago, cuyos planos fueron encuadernados en el libro de la hermandad.
Parte de las limosnas que ofrecían los devotos cofrades estaban destinadas a pagar la fiesta del Corpus Christi: la Misa solemne, vísperas, procesión, cohetes, incienso consumido, cera, músicos… Como algunas parroquias tenían pocos feligreses, los prelados ordenaron fusionar en una sola hermandad todas las existentes en esas feligresías; será común, por ejemplo, encontrarnos unidas la cofradía del Santísimo a la de la Virgen del Rosario o a la de las Ánimas del Purgatorio. Así, con unos caudales más elevados podían asegurar su estabilidad. En cambio, otra manera de asegurar la sustentación de la cofradía del Santísimo era pedir que su fiesta se celebrase junto a la del patrono de la parroquia. De este modo, la Misa mayor -con la liturgia de día de Corpus Christi– era precedida una hora antes con la Misa del titular de la feligresía. Con esta peculiar medida, los feligreses ahorraban a los sacerdotes acudir dos veces a su iglesia, cobrando un estipendio menor, y se facilitaba que no se saturase a los clérigos celebrando de forma conjunta la fiesta el jueves propio. Solo las parroquias de cierto peso en el arciprestazgo tenían el privilegio de celebrar el día correcto de la solemnidad en su día; las de segundo orden lo hacían en la octava del Corpus o en el domingo siguiente, y aquellas de menos fuste en cualquier día del año, como antes fue indicado. Por eso, los paisanos del rural gallego denominaban a la fiesta sacramental de su parroquia de dos formas: el “Corpus” si era en su día propio o en la octava, y el “Santísimo Sacramento” si era en otra jornada ajena a esas. Fernando Álvarez de Sotomayor, famoso pintor español que residió en el pazo de Sergude en el siglo pasado, retrató muchas escenas de la vida cotidiana de los campesinos de Bergantiños. Entre sus cuadros y dibujos preparatorios encontramos algunas escenas de carácter religioso, como el interior de algunas iglesias o las procesiones, entre ellas una -“Procesión en aldea gallega”, de 1918- donde parece que inmortaliza una procesión del Santísimo Sacramento. Aparte de captar el colorido y la esencia de paisaje y del pueblo gallego, Sotomayor retrata a los campesinos portando bajo sus brazos y en sus manos velas de cera. Esta costumbre se mantiene todavía viva, no en el día del Corpus, si no en la celebración del Jueves Santo.
Para la Misa de la Cena del Señor las iglesias del rural se transformaban, y se transforman, en un canto de alabanza a la Eucaristía. En una parte de la iglesia parroquial, o bien en la capilla mayor, se tapaba con un telón el retablo y, a modo de pirámide, se disponía un graderío de madera de varios metros que culminaba con el “sepulcro”, el Sagrario portátil donde se iba a colocar a Jesús sacramentado en ese día. Todos los peldaños previos, que solían pasar de más de una docena, se colocaban en unos agujeros una buena cantidad de largas velas, que después -según el capricho del donante- o quedarían para alumbrar los altares durante el año, o bien serían llevadas para las casas como un recuerdo del día. A estas velas, fruto de las supersticiones tan arraigadas en el pueblo gallego, se le atribuirían propiedades protectoras: cuando una tormenta se aproximaba, para que la casa se viese preservada, se encendía la candela, o también durante el nacimiento o muerte de algún miembro de la familia.
Hacia 1768 los vecinos de Noicela y Rebordelos se unieron con un piadoso motivo: expresaron al arzobispo el deseo de que en una de sus iglesias parroquiales, o bien turnándose, se construyese un monumento, ya que desde había años no se colocaba porque no había con qué hacerlo. Las velas que tenía ofrecidas las llevaban a parroquias vecinas, para alumbrar al Sacramento del altar en esa noche tan especial. Obtenida la licencia, encargaron al artista compostelano Domingo Antonio Ignacio Paredes un proyecto: el monumento constaría de una mesa de altar, seis gradas (con los elementos de la pasión tallados) con pasamanos laterales; enmarcando este irían dos puertas con unos marcos, coronadas de dos sayones y unos búcaros con flores artificiales. Al año siguiente pudieron reunirse en la iglesia de Noicela para contemplar esta nueva obra. A lo que quiso unir el Cardenal Cuesta en el siglo XIX, ya lo había unido algo más importante una centuria antes: Jesús Sacramentado.
Luis Ángel Bermúdez Fernández.