Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», y además «al prójimo como a sí mismo». […] No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; amar la castidad, no aborrecer a nadie. […] Venerar a los ancianos, amar a los jóvenes. Orar por los enemigos en el amor de Cristo, hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. Y jamás desesperar de la misericordia de Dios.
Estos son los instrumentos del arte espiritual. Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: «Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman».
Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.
(REGLA de san BENITO capítulo IV: Cuáles son los instrumentos de las buenas obras, 4, 1-2. 62-65. 70-78)
Porque es eterno su Amor.
Todo en la vida monástica está orientado a reflejar esta verdad: es eterna su misericordia. Y san Benito nos lo encarece en el capítulo IV cuando nos habla de los instrumentos de las buenas obras: “No desesperar jamás de la misericordia de Dios”.
Dicen que una de las definiciones de los monjes y las monjas es que nos caemos y nos levantamos, nos caemos y nos levantamos… Si dejamos que Dios vaya modelando nuestro corazón y nos dejamos trabajar por el Espíritu, que nos va mostrando nuestras inconsistencias y “zonas oscuras” llegará un momento que sólo podremos ver la ternura de Dios. No es que no exista el mal, ni situaciones objetivas de pecado, pero la misericordia del Señor es eterna y, porque conocemos la pobreza del propio corazón, nada nos escandalizará. Y… empleamos el futuro… ¡estamos en camino!
¿Os animáis?