María, mujer de los días de trabajo

 

1 de Mayo

La de veces que la habré leído sin sentir ninguna emoción.

Pero una de estas tardes, esa frase del Concilio que vi escrita bajo una imagen de la Virgen, me pareció tan audaz que fui a la fuente para comprobar su autenticidad.

Así es. En el número 4 del Decreto sobre el Apostolado de los laicos se dice textualmente: «María vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos».

Para empezar, «María vivió en este mundo».

No en las nubes, Sus pensamientos no flotaban por los aires.

Sus gestos tenían obligada residencia en los perímetros de las cosas concretas.

Aunque el éxtasis era la experiencia a la que Dios la llamaba con frecuencia, no por ello se sentía libre de la fatiga de estar con los pies en el suelo.

Lejos de las idealizaciones de los visionarios, de las evasiones de los descontentos y de las fugas de los ilusos, mantenía tenazmente su presencia en la dura cotidianidad.

Y algo más: «Vivió una vida igual a la de los demás».

Es decir, semejante a la vida de los vecinos de casa.

Bebía el agua del mismo pozo. Molía el grano en el mismo molino.

Se sentaba al fresco de un mismo patio.

También ella entraba, cansada, en casa al atardecer, tras haber espigado en los campos. También a ella le dijeron un día: «María, tu pelo ya blanquea».

Se miró entonces en el cristal de la fuente y sintió la tremenda nostalgia de todas las mujeres cuando se dan cuenta de que se marchita la juventud.

Las sorpresas no terminaron ahí.

Saber que la vida de María estuvo «llena de preocupaciones familiares y de trabajos» como la nuestra, la hace tan próxima a nuestros quehaceres humanos que sospechamos que nuestra penosa cotidianidad no es tan banal como creemos.

Sí, también ella tuvo sus problemas: problemas de salud, de economía, de relación, de adaptación.

Quién sabe la de veces que habrá vuelto del lavadero con dolor de cabeza, inquieta porque desde hacía algunos días escaseaban los clientes en el taller.

Quién sabe a cuántas puertas habrá llamado pidiendo alguna vez trabajo para su Jesús en la almazara.

Quién sabe cuántas tardes habrá dedicado, melancólicamente, a dar la vuelta al abrigo ya gastado de José, para sacar de él una capa para su hijo, que no le diferenciara de sus compañeros de Nazaret.

Como todas las esposas, también ella habrá tenido momentos de crisis con su marido, cuyos silencios, taciturno como era, no siempre habrá entendido.

Como todas las madres, también ella habrá espiado, entre temores y esperanzas, en los pliegues tumultuosos de la adolescencia de su hijo.

Como todas las mujeres, también ella habrá pasado por el sufrimiento de no sentirse comprendida siempre por los dos amores más grandes que tenía en la tierra. Y habrá temido desilusionarles. O no estar a la altura de su cometido.

Y tras haber disuelto en las lágrimas la aflicción de una soledad inmensa, habrá vuelto a encontrar finalmente en la oración, hecha en familia, el consuelo de una comunión sobrehumana.

 

Santa María, mujer de los días de trabajo, tal vez sólo tú puedes entender que el sinsentido de recluirte dentro de los límites de la experiencia exclusivamente terrena, que también nosotros vivimos, no es el signo de modas en contra de lo sagrado.

Si nos atrevemos, por un instante, a quitarte la aureola, es porque queremos ver lo hermosa que eres al natural.

Si apagamos los reflectores que apuntan hacia ti, es porque nos parece que así percibimos mejor la omnipotencia de Dios, que detrás de las sombras de tu carne ha escondido las fuentes de la luz.

Bien sabemos que fuiste destinada a singladuras en alta mar, pero si te obligamos a navegar a vela próxima a la costa, no es porque queramos reducirte a los niveles de nuestro pequeño cabotaje.

Es porque, viéndote tan cerca de las playas de nuestro desánimo, nos pueda salvar la conciencia de que también nosotros hemos sido llamados a aventurarnos, como tú, por los océanos de la libertad.

Santa María, mujer de los días de trabajo, ayúdanos a comprender que el capítulo más fecundo de la teología no es el que te sitúa dentro de la Biblia o de la patrística, de la espiritualidad o de la liturgia, de los dogmas o del arte, sino el que te sitúa en la casa de Nazaret, donde entre pucheros y telares, entre lágrimas y oraciones, entre ovillos de lana y rótulos de Escritura, experimentaste, con toda la fuerza de la feminidad antiheroica, gozos sin malicia, amarguras sin desesperación, salidas sin retornos.

Santa María, mujer de los días de trabajo, líbranos de las nostalgias de la epopeya y enséñanos a considerar la vida cotidiana como el taller donde se elabora la historia de la salvación.

Ayúdanos a levar anclas de nuestros miedos para que podamos experimentar, como tú, el abandono en la voluntad de Dios, en medio de las ondulaciones prosaicas del tiempo y en las agonías lentas de las horas.

Y vuelve a caminar, discretamente, a nuestro lado, tú, maravillosa criatura enamorada de la normalidad, que tuviste que saborear el polvo de nuestra pobre tierra, antes de ser coronada reina del cielo.

 

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta