María, mujer bellísima

Es verdad.
El evangelio no nos dice nada del rostro de María.
Como nada dice tampoco del rostro de Jesús. Quizá sea mejor.
Así no se nos quita a ninguno la esperanza de que alguien nos diga un día, tal vez un arcángel de paso: «¿Sabes que te pareces mucho a tu madre y a tu hermano?».
María, de todos modos, debía de ser bellísima.
No hablo sólo de su alma.
La cual, sin sombra alguna de pecado, era tan límpida que Dios se reflejaba en ella. Como las montañas eternas que, en los Alpes, se reflejan en la transparencia inmóvil de los lagos. Hablo, también, de su cuerpo de mujer.
La teología, cuando llega a este punto, parece pasar por alto la belleza física de María.
Deja que la celebren los poetas: «Más hermosa que el sol y la luna, Virgen santa, tú eres más hermosa…».
La confía a las canciones de los humildes: «Sálvete Dios, de todas la más bella…».
O a los apasionados estribillos de la gente: «Tu hermosura me embelesa…».
O al rápido saludo de una antífona: «Vale, o valde decora». ¡Hola, preciosa!
O a las alusiones litúrgicas del «Tota pulchra».
Eres hermosísima, María.
¡Eres una maravilla de alma y de cuerpo!
La teología, en cambio, no pasa de ahí. No quiere perder el equilibrio.
Calla sobre la belleza humana de María.
Tal vez sea por pudor.
Tal vez, satisfecha de haber especulado lo suficiente sobre su fascinación sobrenatural.
Tal vez, por ser deudora de desconfianzas no superadas sobre la función salvífica del cuerpo.
Tal vez, preocupada de que se reduzca su encanto a dimensiones naturalistas, o temerosa de tener que pagar un impuesto a los mitos del eterno femenino.
Sin embargo, no debería ser difícil encontrar en el evangelio los atisbos reveladores de la belleza corporal de María.
Hay una palabra griega muy importante, cargada de significados misteriosos, que todavía no han sido totalmente desentrañados. Esa palabra, en la que se basa toda la serie de privilegios sobrenaturales de la muchacha de Nazaret, se oye en el saludo del ángel: «Kecharitoméne». Se traduce con la expresión «llena de gracia», pero ¿no podría tener su equivalente en «graciosísima», con alusiones evidentes a la hermosura encantadora de su rostro humano?
Estoy seguro de que sí.
Sin forzar nada.
Del mismo modo que, sin forzar nada, Pablo VI, en un célebre discurso de 1975, tuvo la osadía de hablar, por primera vez, de María como «la mujer vestida de sol, en la que los rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, aunque accesibles, de la belleza sobrenatural».

Santa María, mujer bellísima, queremos dar gracias a Dios por medio de ti, por el misterio de la belleza. Él la distribuyó en los lugares de la tierra para que, a lo largo del camino, mantenga frescas en nuestros corazones de caminantes las nostalgias del cielo.
La hace resplandecer en la majestad de las cumbres nevadas, en el silencio absorto de los bosques, en la fuerza desatada del mar, en el escalofrío perfumado de la hierba, en la paz de la tarde. Y es un don que nos embriaga de felicidad porque, aunque sólo sea un instante, nos permite poner los ojos en las hendiduras fugaces que se asoman a lo eterno.
Hace que brille en las lágrimas de un niño, en la armonía del cuerpo de una mujer, en el encanto de sus ojos risueños y fugitivos, en el temblor blanco de los ancianos, en la aparición callada de una canoa que se desliza por el río, en la agitación de las camisetas de colores de los corredores que pasan un día de mayo. Y es un don que nos impacienta porque, como alguien ha dicho, esta riqueza se juega y se pierde en la mesa verde del tiempo.

Santa María, mujer bellísima, espléndida como un plenilunio de primavera, reconcílianos con la belleza. Tú sabes que dura poco en nuestras manos rapaces. Que desaparece en seguida ante nuestros contactos codiciosos. Que se seca, de repente, con el soplo maligno de nuestras lujurias hirientes. En conclusión, que no la sabemos tratar. Y el hueco que produce en nuestra alma, en lugar de sentirlo como ánfora de felicidad que nos hace cantar de alegría, se convierte en herida incurable que nos hace gritar de dolor.
Ayúdanos, te suplicamos, a superar la ambigüedad de la carne.
Líbranos de nuestro espíritu tosco. Danos un corazón puro como el tuyo. Restitúyenos a anhelos de transparencias incontaminadas. Y quítanos la tristeza de tener que apartar los ojos de las cosas hermosas de la vida, por temor de que la fascinación de lo efímero extravíe nuestros pasos de los senderos que conducen a los umbrales de la eternidad.

Santa María, mujer bellísima, haznos comprender que será la belleza la que salve al mundo. No le preservarán de la catástrofe planetaria, ni la fuerza del derecho, ni los saberes de los doctos, ni la sagacidad de los diplomáticos.
Hoy, desgraciadamente, encontrándose tantos valores a la deriva, se están hundiendo también las antiguas boyas, que en otro tiempo ofrecían anclas seguras a las embarcaciones en peligro. Vivimos tiempos crepusculares. Pero en esta cámara obscura de la razón, hay todavía una luz, que podrá impresionar la película del buen sentido: es la luz de la belleza.
Por esto queremos sentir también, Virgen Santa María, la fascinación, siempre benéfica, de tu esplendor humano, del mismo modo que sentimos la lisonja, tal vez engañosa, de las criaturas terrenas. Porque la contemplación de tu santidad sobrehumana nos ayuda mucho a no terminar en el cenagal.
Pero saber que tú eres bellísima de cuerpo, además que de alma, es para todos nosotros motivo de enorme esperanza. Y nos hace intuir que toda belleza de la tierra es apenas una semilla tosca destinada a florecer en los invernaderos del cielo.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta