Aparece apenas en el escenario de la salvación, y ya podemos verla dispuesta a pasar las fronteras. Aunque sin los visados concedidos por el Ministerio de Asuntos Exteriores, tiene que vérselas con las tribulaciones que comporta toda expatriación forzosa. Como cualquier emigrante del Sur. Incluso peor, pues no tiene que pasar la frontera por motivos de trabajo, sino en busca de asilo político. Bien claro era el mensaje que el ángel transmitió a José: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estáte allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo».
Ahí la tenemos, en la línea fronteriza. Detrás, la tierra roja de Canaán. Delante, las primeras arenas de los faraones. Ahí la tenemos, temblorosa como una cierva perseguida. Es verdad que goza del derecho de extraterritorialidad, por el hecho de estrechar en sus brazos a alguien cuyos dominios se extienden «de mar a mar y desde el río hasta los últimos confines de la tierra», pero sabe también que, como salvoconducto, es muy arriesgado exhibir a aquel niño ante la policía de la frontera.
El evangelio no dedica una sola línea a aquel momento dramático. Tampoco es difícil imaginar a María, trémula y decidida en la línea divisoria de dos culturas muy diferentes. Aquella foto de grupo, que Mateo no disparó sobre la raya aduanera, pero que conservamos en el álbum de nuestra mejor imaginación, es un icono de sugerencias incomparables para todos nosotros, llamados-hoy a confrontarnos con costumbres y lenguajes nuevos.
Hasta en su despedida de la escena bíblica se caracteriza María como mujer de frontera, pues está presente en el Cenáculo cuando el Espíritu Santo, bajando sobre los miembros de la Iglesia naciente, los constituye «testigos hasta los últimos confines de la tierra».
Nosotros no sabemos si, siguiendo a Juan, tuvo que pasar de nuevo las fronteras. Según algunos, cerró sus ojos en la ciudad de Éfeso, es decir, en el extranjero. Una cosa es segura: que desde el día de Pentecostés, María se convirtió en madre de «una multitud inmensa de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» y que adquirió una ciudadanía planetaria, que le permite situarse en todas las fronteras del mundo, para decir a sus hijos que éstas, antes o después, están destinadas a desaparecer.
Hay, sin embargo, un momento más intenso, en el que María se sitúa, con toda su grandeza simbólica, como mujer de frontera. Es el momento de la cruz.
Aquel madero no sólo derribó el muro de separación que dividía a los hebreos de los paganos para hacer de los dos un único pueblo, sino que también reconcilió al hombre con Dios en la carne única de Cristo. La cruz representa, por tanto, la última línea de demarcación entre el cielo y la tierra. El confín, ahora transitable, entre el tiempo y la eternidad. La frontera suprema, a través de la cual, la historia humana entra en la divina y se convierte en la única historia de salvación.
Pues bien, María se encuentra junto a esta frontera. Y la inunda de lágrimas.
Santa María, mujer de frontera, nos sentimos fascinados de esta ubicación tuya que te ve, en la historia de la salvación, perennemente afirmada sobre las líneas del confín, preocupada siempre de unir y no de separar mundos diferentes que se confrontan.
Tú estás sobre las cumbres entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Tú eres el horizonte que une los últimos rastros de la noche con los albores del día.
Tú eres la aurora que precede al Sol de justicia.
Tú eres la estrella de la mañana.
En ti, como leemos en la carta a los Gálatas, llega la «plenitud de los tiempos» en que Dios decide nacer «de una mujer».
Es decir, con tu persona concluye un proceso cronológico centrado en la justicia y madura otro centrado en la misericordia.
Santa María, mujer de frontera, gracias por tu ubicación junto a la cruz de Jesús. Izada fuera de la población, esa cruz sintetiza las periferias de la historia y es el símbolo de todas las marginaciones de la tierra, pero también es lugar de frontera, donde el futuro se introduce en el presente, anegándolo de esperanza. Es la esperanza que necesitamos.
Ponte, pues, a nuestro lado. Vivimos una época de transición.
Estamos viendo las piedras terminales de nuestras seculares civilizaciones.
Apiñados en las encrucijadas, nos sentimos protagonistas de un dramático tránsito de época, casi de una era geológica a otra.
Las «cosas nuevas» con las que nos obligan a hacer cuentas las masas de los pobres, de los oprimidos, de los refugiados, de los hombres de color y de todos los que perturban nuestras viejas reglas del juego, nos hacen temblar.
Para defendernos de marroquíes y de negros, fortalecemos los cordones de seguridad. Total que, a pesar de tanta palabrería sobre nuestras panorámicas multirraciales, estamos más tentados de cerrar las fronteras que de abrirlas. Por eso te necesitamos, para que la esperanza prevalezca y no nos colapse un trágico «shock» del futuro.
Santa María, mujer de frontera, hay una expresión muy dulce con la que la antigua tradición cristiana, expresando esta ubicación tuya en los extremos confines de la tierra, te invoca, «puerta del cielo».
Así pues, en la hora de la muerte, como hiciste con Jesús, párate junto a nuestra soledad. Vigila nuestras agonías. No te vayas de nuestro lado.
Danos tu mano en la última línea que separa el destierro de la patria.
Porque, si tú estás en el límite decisivo de nuestra salvación, pasaremos la frontera. Aunque no tengamos pasaporte.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta