María, mujer expectante

3 de Mayo

La verdadera tristeza no es la que sientes cuando, al caer la tarde, vuelves a casa y nadie te espera; es la que te embarga cuando no tienes ya nada que esperar de la vida.

Y la soledad más negra la sientes no cuando te encuentras con el hogar apagado, sino cuando no quieres ya encenderlo, ni siquiera para un posible huésped de paso.

Es decir, cuando piensas que para ti ha terminado la música. Que han concluido para siempre los juegos. Que ninguna alma viva vendrá a llamar a tu puerta. Que nunca

se tendrá la sorpresa alegre de una buena noticia, ni habrá estupor regocijado por algo imprevisto. Que ni siquiera te estremecerá el vendaval doloroso de una tragedia humana, porque, al fin y al cabo, no te queda nadie por quien tengas que preocuparte.

La vida, entonces, discurre monótona hacia una desembocadura a la que nunca se llega, algo así como en el caso de una cinta magnética que ha terminado una canción y se desliza, interminable y silenciosa, hasta el final.

Alimentar expectativas, es decir, sentir el gusto de vivir.

Alguien ha dicho que hasta la santidad de una persona se mide por la densidad de sus expectativas. Tal vez es cierto.

Si es así, hay que concluir que María es la más santa de las criaturas, justamente porque toda su vida tiene la cadencia de los ritmos gozosos de quien espera a alguien.

Ya el detalle inicial con que la identifica el pincel de Lucas está cargado de expectativas: «prometida de un hombre descendiente de David». Es decir, novia.

Nadie deja de intuir a qué situaciones de esperanza y zozobra, alude la palabra que toda mujer oye, como preludio de misteriosas ternuras.

Antes aún de que en el evangelio se pronuncie su nombre, se dice de María que era novia. Virgen expectante. A la expectativa de José. Atenta al crujido de sus sandalias, cuando caía la tarde y venía a hablarle de sus sueños.

Hasta en el último fotograma con que María se despide de la Escritura, la sorprende el objetivo en actitud expectante.

Allí, en la parte superior del Cenáculo, en compañía de los discípulos que esperan la venida del Espíritu. Atentos a su aleteo, al despuntar el día, cuando perfumado de

unciones y de santidad, bajaría sobre la Iglesia para señalarle su misión de salvación.

Virgen expectante, al principio.

Madre expectante, al final.

Y en el arco dibujado por estas vibraciones, una tan humana y otra tan divina, cien expectativas turbadoras más.

Esperándole a él, a lo largo de nueve larguísimos meses.

Esperando que se cumplieran requisitos legales, festejados con raciones de pobreza y gozos de parentelas. Esperando aquel día, el único que hubiera querido retrasar, el

día en que su hijo saldría de casa para no volver nunca. La expectativa de la «hora», la única para la que no sabría frenar su impaciencia y con la que, antes de tiempo, haría

rebosar de gracia la mesa de los hombres. Esperando el tercer día, viviendo en vigilancia solitaria, delante de la piedra sepulcral.

Estar expectante: infinitivo del verbo amar.

Más aún: en el vocabulario de María, amar infinitamente.

Santa María, virgen expectante, danos de tu aceite porque se apagan nuestras lámparas. Ya ves que se nos agotan las reservas. No digas que vayamos a los vendedores.

Enciende de nuevo, en nuestras almas, los fervores que, en el pasado, nos quemaban por dentro, cuando cosas humildes bastaban para hacernos saltar de alegría: la llegada de un amigo lejano, el ocaso sonrosado después de un temporal, el crepitar de una cepa que en invierno vigilaba la vuelta a casa, las campanas a voleo en los días de fiesta, la llegada de las golondrinas en primavera, el olor acre que se desprendía de una almazara, las cantilenas otoñales que llegaban de los lagares, el redondeo tierno y misterioso del seno materno, el perfume de espliego que irrumpía cuando se preparaba una cuna.

Si hoy ya no sabemos estar expectantes, es porque somos cortos de esperanza. Se nos han secado sus fuentes. Sufrimos una crisis profunda de deseo.

Y satisfechos con los mil sucedáneos que nos rodean, corremos el riesgo de no esperar ya nada de las promesas ultraterrenas, que fueron firmadas con sangre por el Dios de la alianza.

 

Santa María, mujer expectante, alivia el dolor de las madres por los hijos que un día salieron de casa y no han vuelto, víctimas de un accidente de coche o seducidos por las sirenas de la jungla, dispersados por la furia de la guerra o absorbidos por el torbellino de las pasiones, arrebatados por la tempestad del mar o a merced de las tempestades de la vida.

Llena los silencios de Mercedes, que no sabe qué hacer de sus jóvenes años, desde que él se fue con otra. Colma de paz el vacío interior de Máximo, que no ha dado una a derechas en la vida y la única expectativa que le atrae es la de la muerte. Enjuga las lágrimas de Patricia, que ha alimentado tantos sueños con los ojos abiertos y se han desvanecido uno tras otro por la malicia de la gente, que ha llegado a temer soñar con los ojos cerrados.

 

Santa María, virgen expectante, danos un alma vigilante.

Llegados a los umbrales del tercer milenio, desgraciadamente nos sentimos más hijos del crepúsculo que profetas del adviento.

Centinela de la mañana, despierta en nuestro corazón la pasión de anuncios nuevos que llevar al mundo, que se siente viejo. Y tráenos arpas y cítaras para que podamos contigo, virgen madrugadora, despertar a la aurora.

Haz que sintamos en nuestra piel, ante los cambios que se producen en la historia, el estremecimiento de los comienzos.

Que entendamos que no basta con acoger, que es preciso estar expectantes. Acoger puede ser señal de resignación.

Estar expectantes es signo de esperanza.

Haznos, por tanto, ministros de la expectativa.

Y que el Señor, que viene, Virgen del adviento, nos sorprenda, gracias a tu materna complicidad, con la lámpara en las manos.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta