He cambiado este título en el último momento, pero voy a hablaros igualmente de lo que había pensado: de la relación de María con la muerte.
Os diré, en seguida, qué tiene que ver la muerte con la danza.
Estos días leía un libro sobre la Virgen escrito por una conocida profesora de antropología y logré casi terminarlo sin mucha turbación hasta el momento en que, ya en las últimas páginas, me topé con una frase dura como una injuria: «María no podrá nunca danzar».
En el libro hay cosas peores, pues trata de refutar las verdades más firmes que los creyentes han profesado sobre la Virgen María.
Sin embargo, aunque apenas me ha escandalizado la sonrisa de suficiencia sobre su concepción inmaculada o sobre su maternidad virginal, sí he sentido un profundo disgusto ante la insinuación de que no sabía danzar.
Me ha parecido un sacrilegio enorme. Un ultraje a su humanidad. Un delito contra lo que nos la hace más querida: su dulzura irresistible, común a la de las hijas de Eva.
¿Qué esconde esa frase sino la afirmación de que María no tuvo un cuerpo como el de las demás mujeres y que su feminidad es una forma de expresión tan descarnada y evanescente, que hace imposible en ella la prolongación de los gestos en el torbellino de la danza? ¿Y no os parece una blasfemia la simple sospecha de que María fuera una criatura sin el vigor de las pasiones, sin la energía de la decisión, carente de calor humano, extenuada bajo ayunos y abstinencias, de rodillas sobre los fríos espejos de las contemplaciones, incapaz de los íntimos sobresaltos que brotan de la gracia del canto y la dilatación corporal del ritmo?
Que María fuera una experta en danza nos lo demuestra una palabra significativa de su vocabulario: «exultar». Viene del latín «ex-saltare», que significa precisamente dar saltitos por un sitio y por otro. Lo que quiere decir que cuando exclama: «Mi espíritu exulta en Dios, mi salvador», no sólo expresa su extraordinaria competencia musical, sino que nos hace sospechar que el Magníficat lo cantó danzando.
Quizá alguien se pregunte por qué me he obstinado tanto en destacar esta peculiar actitud «artística» de María.
La respuesta es sencilla: ¡No puede tolerar la muerte quien no sabe tolerar la danza!
Por eso, decir que María no podrá nunca danzar, significa considerarla extraña a lo que muerte y danza tienen en común: la ansiedad de la respiración, el jadeo de la agonía, la contracción dolorosa del cuerpo.
Significa vaciar de valor salvífico el sufrimiento de la Virgen María y reducir el misterio de la Dolorosa, a pesar de las siete espadas atravesadas en su corazón, a un expectáculo aparente, preparado por Dios por funcionales razones escenográficas.
Significa considerarla «partner» impasible de Otro, también él experto en danza, pero al que Isaías llama «hombre de dolores que conoce bien el sufrimiento».
Significa, en conclusión, eliminar a María del escenario del viernes santo, en el que recita como protagonista, al lado de Jesús, el drama de la redención humana que llega ya a sus últimos momentos.
Santa María, mujer que conoces tan bien la danza como el sufrimiento, que estuviste atenta junto a la cruz a cadenciar con los ritmos de la fiesta los estertores de tu hijo, ayúdanos a comprender que el dolor no es la última
playa del hombre. Es sólo el vestíbulo obligado por el que hay que pasar para depositar las maletas, ¡porque no se danza con el ajuar a cuestas!
No osamos pedirte el don de la anestesia, ni la exención de las tasas de la amargura. Sólo te pedimos que nos preserves, en el momento de la prueba, del llanto de los desesperados.
Santa María, mujer que conoces tan bien la danza, si te suplicamos que estés junto a nosotros en la hora de nuestra muerte, es porque sabemos que tú sufriste realmente el trance de la muerte.
No tanto la tuya, que la «viviste» momentáneamente, porque sólo momentáneamente paralizó tus miembros antes del último rapto hacia el cielo, sino la muerte absurda y violenta de tu hijo.
Te pedimos que renueves en nosotros, en el instante supremo, la ternura que tuviste con Jesús cuando «desde el mediodía se oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde». En aquellas horas tenebrosas, sólo alteradas por la agitación del condenado, tal vez hiciste danzar, alrededor de la cruz, tu lamentación de madre implorando la aparición del sol.
Madre del eclipse total, repite la danza alrededor de las cruces de tus hijos.
Si tú estás, la luz no tardará en volver.
Y hasta el patíbulo más trágico, florecerá como un árbol en primavera.
Santa María, mujer que conoces tan bien la danza, haznos entender que la fiesta es la última vocación del hombre.
Aumenta, pues, nuestras reservas de intrepidez.
Duplica nuestras provisiones de amor.
Aliméntanos las lámparas de la esperanza.
Y haz que, en medio de las frecuentes carestías de felicidad que distinguen a nuestros días, no dejemos de esperar, con fe, al que vendrá finalmente a «cambiar la lamentación en danza y el cilicio en vestido de fiesta».
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta