Vigésimo tercer día de confinamiento. Estamos en un momento delicado. Son ya muchos días encerrados en casa, sobre todo los niños, y los MCM comienzan a alertar de las consecuencias sicológicas que esta experiencia puede tener en ellos. Nunca entendí la decisión del Gobierno de cerrar las puertas a cal y canto para los pequeños pero permitir a los propietarios de mascotas sacarlas a dar un paseo (o tres o cuatro, tal como luego vimos). En realidad, este comportamiento es coherente con una sociedad de tendencia zoofílica en la que, como denuncia el papa Francisco, uno de los negocios más florecientes es precisamente el que rodea al mundo de los animales de compañía. Estamos en un punto tan peligroso de deshumanización que no es raro escuchar argumentos equiparando a los seres humanos con los animales e incluso poniéndolos en un nivel superior. ¿De verdad es imposible organizarse para que los niños puedan echar unas carreras por el parque manteniendo las medidas de seguridad? ¿Podemos cruzarnos con nuestros vecinos en el supermercado o con nuestros compañeros en el trabajo y no pueden coincidir en un parque unos pocos niños de cada vez?
En esta situación de crisis destaca el fantástico papel que están jugando los maestros, sin duda uno de los colectivos más maltratados a nivel social. Los tópico sobre ellos son especialmente ofensivos: que tienen muchas vacaciones, que trabajan pocas horas… cuando son los responsables directos de la formación de nuestros hijos, los que transmiten el saber acumulado durante milenios, los que preparan a los futuros científicos, empresarios, técnicos, gobernantes…
Todos los profesionales son importantes, pero los maestros son sencillamente imprescindibles. Y no, papá o mamá con complejo de super protección, usted no sabe más pedagogía que ellos. Ni de lejos. Y acéptelo, es más que probable que su chico no sea superdotado. No pasa nada. Tampoco los demás lo somos. Simplemente suplimos la falta de talento con esfuerzo, buscando la excelencia por el trabajo duro, sin mendigar aprobados. Tampoco hay maestros que le tengan manía a sus pequeños dictadores. Sólo intentan enseñarles, inculcarles los conocimientos básicos para que se puedan desenvolver en la vida personal y laboral con ciertas garantías. Y por desgracia, ya con demasiada frecuencia, también tienen que educarlos. Es decir, tienen que transmitirles los valores fundamentales de una sociedad tolerante porque muchos de los progenitores han hecho manifiesta dejación de sus obligaciones, más ocupados en su ocio que en las necesidades de su prole. Esos valores que los demás aprendimos en casa, único lugar en el que se interiorizan.
El horario de los maestros no termina en el colegio. Es uno de los pocos colectivos que se lleva el trabajo a casa. En casa, en el reducto propio de la familia, el maestro prepara clases, busca modos atractivos de transmitir los conocimientos, corrige, pone exámenes, idea proyectos nuevos… Lo sé porque lo tengo en casa. Mi salón es un taller de manualidades, un auténtico campo de batalla en el que se diseñan los carnavales, la semana inter cultural, el día de la paz, el taller de radio, las innumerables actividades de la biblioteca, las charlas de escritores, misioneros o toda aquella persona que tenga algo que aportar a los alumnos, las excursiones educativas, los concursos y actividades de hermanamiento con colegios de otros países…
Los maestros son esenciales en la vida de una persona. Nos forman y nos conforman. Nos marcan, nos transmiten sus pasiones y nos lanzan al mundo. Yo tengo en mi memoria a varios de ellos. Espero poder abrazarlos en el cielo y darles las gracias por todo cuanto hicieron por mí. De momento vaya mi aplauso.
Antonio Gutiérrez