Miradas 3

Segundo día de confinamiento. Me asaltan sentimientos encontrados. Confieso que gozo con el contacto con la gente. Me gusta ver a Dios en el rostro del hermano con el que tomo un café todas las mañanas. En la sonrisa del alumno con el que me cruzo por los seculares pasillos del Instituto Teológico Compostelano, mi segundo hogar. En las maravillosas hermanas que se dejan la vida y encarnan su fe en la Delegación de Catequesis y con las que cada mediodía recuerdo que el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. En la vida compartida con mis hermanos de los Equipos de Nuestra Señora, armazón sólido que sostiene mi débil fe.

Pero confieso que estos días, y sólo van dos, me ha molestado su frenética actividad en las redes sociales. Ayer apagué el teléfono móvil exasperado ante el constante fluir de mensajes, todos intrascendentes. Entiendo que son un intento por mantener el contacto, por saber unos de otros, por compartir experiencias. Por animar. Entiendo que no estamos acostumbrados a mantener un encierro forzoso. Que las cuatro paredes de la casa se nos pueden venir encima. Que después de una semana nos revolvamos como leones enjaulados. Pero yo añoro el silencio. Exterior e interior.

Estos días Internet, Facebook, sobre todo, se ha inundado de mensajes “espiritualoides” que, sin decirlo expresamente, sugieren que esta pandemia es una especie de castigo para que reflexionemos, para que volvamos los ojos a María o a Jesús. Y como remedio nos proponen orar. Orar mucho. Orar como remedio a esta enfermedad. Orar como antídoto infalible frente al virus. Algunos incluso menospreciaron los consejos sanitarios con el peregrino argumento de que eso significaba que no confiábamos en Dios. Sólo les faltó proponer que nos colgásemos del pecho un escapulario con el infalible lema “Detente virus”.

Bromas aparte, este mensaje sutil, ya digo, sugerido tan solo, me indigna por dos motivos fundamentales. En primer lugar, porque considera a Dios un sádico, un ser caprichoso, alérgico al agua desde Noé y que entretiene su aburrimiento eterno enviando de vez en cuando una enfermedad para corregir a su díscola criatura.

En segundo lugar, me molesta sobre manera este argumento simplón porque considera a Dios un “tapa-agujeros” que cambia de parecer si se lo pedimos mucho. De paso, la oración deja de ser la necesidad que tiene la creatura de comunicarse con su Creador, de relacionarse con Él de hijo a Padre, para convertirse en un medio mercantilista de conseguir un favor. En el fondo se nos dice que tenemos que rezar, pero sólo para pedir algo. Perdonadme, pero esto no me parece cristiano.

A pesar de lo dicho, creo que este confinamiento es un regalo, una oportunidad única. Vivimos atropelladamente, siempre corriendo de un lado para otro. Ahora se nos ofrece la posibilidad de vivir un retiro interior en casa. Sin buscar efectos mágicos. Sin mercadeos. Por eso apagaré el teléfono un buen rato todos los días y me pondré en presencia de mi Padre. Porque en el tráfago de la vida apenas lo hago. Y no voy a pedirle nada, que ya sabe Él lo que necesito. Le dedicaré un tiempo de calidad sólo por el placer de escucharlo. Sólo intento saber qué quiere de mí.

Antonio Gutiérrez