Miradas 45

Cuadragésimo quinto día de confinamiento. Nada en este mundo es eterno. Hoy se nos averió la caldera que nos proporciona calefacción y agua caliente. ¡Ha sido un drama familiar! Estamos tan acostumbrados a las comodidades que nos ofrece la técnica que cuando se estropea un electrodoméstico se nos cae el mundo encima. Comenzamos a dar vueltas como una peonza mal lanzada, nos llevamos las manos a la cabeza y proferimos desgarradores lamentos de patética auto compasión: ¿por qué ahora? ¡Siempre se estropea en el peor momento! ¿Qué técnico va a venir a repararlo con la pandemia? ¿Cómo me ducho yo? Y necesitamos ponernos en el peor de los escenarios para cumplir con el guion de víctima: ¡vamos a estar por lo menos una semana sin poder ducharnos! ¿Por qué nos gusta tanto ese pesimismo? ¿Por qué nos cuesta tanto valorar el lujo que disfrutamos a diario?
Una buena parte de la humanidad carece de agua potable, no digamos ya de agua caliente. Para cocinar, para asearse, para lavar su ropa, millones de seres humanos tienen que caminar docenas o cientos de metros hasta una fuente o un río y cargar con el agua hasta sus casas. Nosotros la tenemos al instante con sólo girar un grifo. Esa agua nos llega en perfectas condiciones, aunque vivamos en un piso más alto que la última chabola de una favela. Cualquiera de nosotros gasta al menos treinta litros en una ducha. Es fácil hacer las cuentas del peso que tendríamos que cargar y la cantidad de viajes que tendríamos que hacer para mantener nuestro despilfarro.
Nuestro egoísmo nos impide apreciar todas las comodidades, todo el progreso del que gozamos y que en buena parte se erige sobre la miseria de esa gigantesca parte de la humanidad que carece de agua potable. Hace ya unos años mantuve una tensa conversación con una persona que criticaba con dureza la “deficiente” higiene de unos niños que no eran payos. Malvivían en una chabola, en León. Si querían agua tenían que recogerla en el río. En León y en invierno. Es difícil para un gallego que no viva en Lugo o en las montañas, entender cómo es ese frío polar que te roba el calor corporal en un minuto. Olvídense del argumento que sostiene que el frío en Galicia es peor por la humedad. Se lo digo yo que conozco ambos. ¡Nada que ver!

La momentánea falta de agua caliente trastocó todos los planes en mi casa. Nadie se atrevió a ponerse debajo de la ducha hasta que un diligente técnico solventó el problema pocas horas después. ¿Cuál sería nuestra higiene personal si ese buen hombre hubiese tardado tres días en venir? Espero que el coronavirus nos enseñe a apreciar las comodidades que tenemos y nos ayude a ponernos en los zapatos de quienes no son tan privilegiados. Y que esa consciencia nos empuje a una fraternidad sin la cual el mundo es un anticipo del infierno.

Antonio Gutiérrez