Al terminar las oportunas operaciones de cuarto de baño, un usuario se dirige al lavabo. Agua, jabón, algún razonamiento inspirado y directo al secador de manos o, en su defecto al dispensador de toallitas de papel. Entonces, al pretender desechar el derivado celulósico, mojado y residual en la papelera observa diez o doce intentos malogrados de encestar; el suelo de baldosas ha sido sembrado por algún Atila recién escapado del reformatorio.
¿Se habrá obnubilado su mente, liberada del apretón, y acaeció el despiste? ¿Habrá errado el primero y los siguientes habrán seguido la nueva moda? En la cola de una romería, cierto bromista discurrió tocar con su cabeza los pies del santo; el resto de la fila hizo lo mismo sin dudar… ¿Estaría enfadado con el mundo y en vez de un portazo, se vengó tirando papel? ¿Nadie le habrá educado? ¿No le dio la gana al no ser suyo el papel?
Descuidos, fallos, cabreos o sinvergüencería salen del corazón humano por la fractura del pecado original como se escapa el magma de un volcán por la colisión de placas tectónicas. Pero conocernos no significa dejarnos llevar. El amor ofrece siempre una oportunidad de redención. Así pues, manteniendo la prudencia por el covid, alguien tomó una decisión: juntó la “papelería” con el pie, y pisó para dejar hueco. Luego, desinfectó.
Una estancia ordenada, aunque sea la del váter de nuestras miserias, humaniza y dignifica. Pensar en el personal de limpieza, evitándoles un especial recuerdo por las madres ajenas, supone respeto, sin salirse del tiesto.
Manuel Á. Blanco