Hikari Ōe iba a morir. Si no lo hacía en el vientre materno, sucedería poco después. Padecía una hidrocefalia severa y había que extirparle un enorme bulto en la cabeza. En caso de sobrevivir a la operación, el futuro se pintaría color “desesperanza”: discapacidad intelectual, ceguera parcial, epilepsia y autismo. “Dejen que muera”, recomendaron los doctores con incuestionable competitividad japonesa. Yutari Itami, madre de Hikari le recordó a su esposo Kenzaburō Ōe que no se habían prometido amor eterno para eso. No borraría, de un plumazo, a su preciosa flor.
Hablando de “plumazos”: aquel niño que no se movía, pero existía, sólo abría los ojos cuando escuchaba el canto de los pájaros. Identificaba el sonido específico de cada ave y luego el de las composiciones musicales. Con la profesora Tamura, aprendió solfeo, notación musical, y a tocar el piano. Ante la sorpresa general, componía sus propias piezas musicales. Como dice el chileno Mario Riveros, “la música se convirtió en su lenguaje”. A través de ella conoció el mundo y mostró su propia alma bella.
En 1994, Kenzaburō Ōe, el padre de Hikari ganó el Premio Nobel de Literatura. Aunque mayor galardón le habrá parecido la boda de su hijo, o la cantidad de discos que éste ha compuesto y vendido. Y eso que la “duda razonable” le asaltó al principio. El escritor Álex Rovira subraya en sus tertulias la importancia de mirar y escuchar a los hijos. La denominada “mirada apreciativa” de los otros posee una capacidad transformadora inimaginable, capaz de extraer lo mejor de cada uno, su verdadero potencial. Tal vez exista un modo de mirar así al Hijo de Dios hecho Niño.
Manuel Ángel Blanco
(Cope, 21 de diciembre 2018)