Al inicio de la Cuaresma, en el momento de recibir la imposición de la ceniza, el sacerdote pronuncia, una invitación: “Conviértete y cree en el Evangelio”.
La conversión suele referirse a quienes de pronto, por gracia, vuelven a la Iglesia, se encuentran con el Señor, sienten dolor por su vida pasada y cambian de manera notable.
A lo largo de la historia han sido muchos los santos y los creyentes que nos han narrado su momento de inflexión, en el que datan un antes y un después en su relación con Dios, y en su seguimiento de Jesús. San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Carlos de Foucauld, André Frossard, Paul Claudel, Jean Marie Lustiger, Santa Teresa Benedicta… Son ejemplos históricos que nos demuestran la fuerza de la gracia y la opción radical de la fidelidad.
Sin embargo, la conversión también nos concierne a quienes hemos sido educados desde niños en la fe católica, y no hemos tenido un episodio tan contundente, sino que hemos avanzado en el conocimiento del Evangelio de manera progresiva. Para los que somos cristianos viejos, como diría Santa Teresa de Jesús, la conversión significa en muchos casos no caer en la rutina, ni en la desgana o apatía. El Papa afirma en una de sus homilías diarias: “Nosotros podemos pensar: la mayor parte de nosotros fue bautizada siendo niños, y no sabíamos lo que significaba la iniquidad. Pero luego lo aprendimos en la catequesis”, y entonces también para nosotros sirve el consejo de Pablo: «No uséis vuestra alma, vuestro corazón, vuestro cuerpo para el pecado, al servicio del mal, de la iniquidad; sino usadlo al servicio del don de Dios, de la alegría» que conduce «a la vida eterna en Jesús» (Francisco, 22 de octubre, 2015).
Hoy el papa Francisco nos advierte también de los riesgos de perecer ante una nueva mundanidad, o de sucumbir en la tentación del llamado “demonio meridiano”. La Sagrada Escritura nos propone el camino de los mandamientos de Dios como itinerario, que no se reduce a un cumplimiento legal, sino a vivir como dice San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima”.
Podríamos interpretar que nos corresponde un esfuerzo como el de los atletas, para conseguir la meta. No somos faquires, dijo Francisco, «El esfuerzo que nosotros realizamos, ese trabajo de todos los días de servir al Señor con nuestra alma, con nuestro corazón, con nuestro cuerpo, con toda nuestra vida» sirve sólo para abrir «la puerta al Espíritu Santo». En ese punto es el Espíritu «quien entra en nosotros y nos salva», el Espíritu que «es don en Jesucristo». Si no fuese así, añadió el Papa Francisco, « nos asemejaríamos a los santones: no, nosotros no somos santones. Nosotros, con nuestro esfuerzo, abrimos la puerta» (Francisco, 22 de octubre, 2015).
Ángel Moreno Buenafuente