El tiempo de Cuaresma y la imagen del desierto guardan una estrecha relación, especialmente si recordamos la cuarentena que pasó Jesús en el desierto.
La imagen del desierto trae a la mente la maldición primera, cuando Dios expulsó a Adán y a Eva del jardín del Edén y tuvieron que habitar en tierra esteparia de espinos y abrojos.
El desierto, sobre todo, nos evoca la travesía del Pueblo de Dios durante cuarenta años, desde la tierra de esclavitud a la tierra de la promesa.
En un primer impacto, el término “desierto” puede traer la resonancia de la maldición, como dice el profeta: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita” (Jer 17, 5-6).
Pero si se permanece en el ámbito de la soledad y del silencio del desierto, cabe también una experiencia posterior: “«Por eso, yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón, le entrego allí mismo sus viñedos, y hago del valle de Acor una puerta de esperanza. Allí responderá como en los días de su juventud, como el día de su salida de Egipto. Aquel día —oráculo del Señor— me llamarás “esposo mío”, y ya no me llamarás “mi amo” (Os 2, 16-18).
El desierto es lugar de tentación, donde se robustece la voluntad, se forja el discípulo, se enamora el alma, se gusta el éxtasis de la belleza suprema, la que se desvela en el corazón, sin razón aparente. El desierto es el lugar de la Palabra, el ámbito de la escucha interior, donde la persona se conoce a sí misma y llega a percibir por un lado el propio límite, y por el otro, la providencia divina que provee el agua y el pan necesarios para resistir en la contienda.
Cuando se tiene la suerte de contemplar un paisaje desértico, extraña la belleza de la aridez y del vacío, la presencia invisible que guarda, cuando el corazón recibe la visita del Misterio, el beso secreto del que lo llena todo, lo penetra todo. Es como si la tierra no necesitara más ropaje, y su desnudez, sin pudor, fuera el espacio esponsal.
Si te atreves a ir al desierto, hazlo con el bordón de la oración y de la Palabra. Te aseguro que percibirás dentro de ti la voz que enamora, y te convertirás en testigo del milagro que transforma el desierto en jardín, donde el Señor pronuncia tu nombre secreto, en el que está contenida la llamada identificativa de tu vida.
Ángel Moreno Buenafuente