Nuestra interpretación natural de lo que significa sacrificio nos lleva a los padecimientos dolorosos, a las ofrendas penitenciales, a la abstinencia de lo que nos gusta, a ofrendas que nos cuestan. Sin quitar el valor que puedan tener las acciones generosas, el texto sagrado nos abre a una dimensión más amplia de sacrificio cuando dice: “Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados” (Dn 3, 39-40).
Es posible que nos planteemos los sacrificios como ofrenda para obtener algún beneficio, que hagamos nuestras promesas en cierto trato con Dios, si nos concede lo que le pedimos o para que nos conceda aquello que creemos que necesitamos. Y si no sucede aquello por lo que nos esforzamos y sacrificamos entramos en frustración, en desesperanza, y hasta en crisis de fe.
El salmista llega a reconocer en su oración: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias” (Sal 50, 18-20).
Solo el amor purifica la ofrenda de toda especulación egoísta. El camino del seguimiento significa, sin duda, ir detrás de Jesús, que lleva el peso de nuestras culpas; ir cargados con nuestra propia cruz, pero puestos los ojos en Él. Como diría Santa Teresa de Jesús: “Con tan buen Capitán, que se puso el primero en el padecer, todo se puede sufrir, es amigo verdadero”.
Una madre no suma los desvelos que le causa su hijo por la noche. El que ama espera, aguarda, confía, saber ser gratuito, no lleva cuentas del bien hecho, por muchos sacrificios que le suponga. Por el contrario, en el momento de la prueba es donde se le da la oportunidad de demostrar mayor amor. Así lo comprobamos en los santos. Cuentan que san Francisco de Asís le pidió a Jesús que le concediera llevar en su cuerpo las llagas de su Pasión, y que el Señor le respondió: “¡Qué loco estás, Francisco!” A lo que respondió el de Asís, “No tanto como Tú, Señor”.
En el camino hacia la Pascua, conscientes del sacrificio de Jesús en favor nuestro, ofrezcamos el sacrificio que le agrada a Dios, que no es otro que el corazón humilde, misericordioso, capaz de perdonar y de confiar en el Señor. Y surge la plegaria: “Te ofreceré un sacrificio voluntario, | dando gracias a tu nombre, que es bueno; porque me libraste del peligro, y he visto la derrota de mis enemigos” (Sal 53, 8-9).
Ángel Moreno Buenafuente