Estoy absolutamente perplejo con la muerte de esta joven holandesa de 17 años. Lo que al principio parecía un caso de eutanasia y luego un suicidio médicamente asistido parece que, en realidad, fue un suicidio por inanición consentido por su familia dado que los médicos rechazaron la petición de Noa.
Cuando escribo estas líneas, no hay mucha información. Utilizo como fuente El País, que en estos temas suele ser muy riguroso y estar bien informado. Víctima de abusos sexuales en dos ocasiones, a los 11 y 12 años, y de violación a los 14, Noa sufría un trastorno de estrés postraumático, depresión y anorexia. Su familia denunció la falta de lugares apropiados en Holanda para casos como el de su hija, y ha criticado a los servicios de asistencia social dedicados al menor, “con una burocracia y listas de espera para volverse loco”.
Todo parece indicar que esta chica no ha sido bien tratada. ¿Se le ofreció, por ejemplo, estimulación magnética transcraneal, un procedimiento no invasivo que está dando buenos resultados cuando los demás tratamientos para la depresión, el trastorno de estrés postraumático o el trastorno obsesivo-compulsivo no han resultado efectivos?
Sea lo que fuere, estamos ante un despropósito monumental de principio a fin. Se han traspasado todas las líneas rojas, tanto si fue ayudada (eutanasia, suicidio asistido) como si fue un suicidio consentido y acompañado. Es un fracaso de la sociedad holandesa, incapaz de prestar la atención que esta chica necesitaba. Lo hemos dicho muchas veces: la inmensa mayoría de las peticiones de muerte de un enfermo en el fondo enmascaran una atención sanitaria deficitaria, un entorno social que no ha sabido controlar la enfermedad y paliar el sufrimiento.
¿Dónde están los que nos acusaban de profetas de calamidades a quienes utilizábamos el argumento de la pendiente resbaladiza, entre otros, para negarnos a la admisión de la eutanasia y el suicidio asistido? La realidad, por desgracia, ha venido a darnos la razón. Se ha banalizado el tema de la muerte digna hasta límites insospechables, se están creando las condiciones para una sociedad no apta para los débiles.
Para quienes no estén habituados a esta terminología, el argumento de la pendiente resbaladiza señala que, una vez que una sociedad permite que una persona quite la vida a otra basándose en criterios privados sobre lo que es una vida digna, no puede existir una forma segura para contener el virus así introducido: irá adonde quiera, pasaremos de una situación bien delimitada al principio a otra en la que los casos de eutanasia y suicidio médicamente asistido se ampliarán gradualmente. Si traspasamos determinadas líneas, no existen ya argumentos para detener esa dinámica, siempre habrá motivos para encontrar justificable un tipo más de eutanasia y suicidio asistido. La situación de Holanda así lo evidencia de manera clara.
Una y otra vez me vienen a la cabeza las palabras de Beauchamp y Childress: “El problema es que aceptar una práctica habitual o una norma que permita matar puede dar lugar a abusos y, ponderando, puede causar más perjuicios que beneficios. No es que los abusos se vayan a producir inmediatamente, pero sí irán aumentando con el paso del tiempo (…) Las reglas de nuestro código moral que nos impiden causar la muerte a otra persona no son fragmentos aislados. Son hilos en el tapiz de reglas que defienden el respeto por la vida humana. Cuantos más hilos retiremos, más débil será el tapiz. Si analizamos no sólo la modificación de las reglas, sino también la modificación de las actitudes veremos que los cambios en la normativa pública también pueden debilitar la actitud general de respeto por la vida humana. Las prohibiciones suelen tener importancia práctica y simbólica, y retirarlas puede debilitar una serie de hábitos, limitaciones y actitudes irremplazables”[1].
Recuérdese el concepto de “sociedad líquida” acuñado por Zygmunt Bauman para definir el estado fluido y volátil de nuestra sociedad, sin valores sólidos; una sociedad en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios, el individualismo, la escasez de códigos éticos aceptados universalmente y la ausencia de conductas públicas ejemplarizantes ha debilitado brutalmente los vínculos humanos y las orientaciones estables; lo que antes eran nexos potentes ahora se han convertido en lazos provisionales y frágiles, estamos en una sociedad del puro bienestar, consumista y hedonista, que ha olvidado el bien ser, la comunidad de vida y el sentido común. De esos polvos, estos lodos.
Solo nos queda la consternación por este desvarío… Una tristeza profunda que, sin embargo, no nos deja pasmados y pasivos ante los derroteros por los que se precipita al vacío nuestra sociedad sino que renueva nuestro compromiso con la Bioética.
Vuelvo a decirlo: lo sucedido con Noa Pothoven evidencia que nuestra sociedad está fracasando a la hora de acoger y acompañar a las personas más débiles, frágiles y vulnerables. Es una denuncia en toda regla de nuestra falta de corazón y empatía. Es un llamamiento a empeñarnos en tejer lazos de ternura, de compasión y calor humano que hagan más llevadero el camino a aquellos de nosotros que tienen más dificultades en la vida. Hay que invertir todo lo que haga falta en prevención y en soportes adecuados de atención.
Noa ya está descansando. Como creyente, no me cabe duda de que Dios le habrá dado un gran abrazo de Amor que calmase todo su sufrimiento. Pero esto no es obstáculo para lamentar profundamente su muerte y para exigir responsabilidades. Los enfermos mentales tienen derechos; los enfermos mentales demandan de todos nosotros un apoyo eficaz; los enfermos mentales no pueden tener como única salida a su sufrimiento la muerte, sea por eutanasia, suicidio asistido o suicidio consentido.
José Ramón Amor Pan
Coordinador del Observatorio de Bioética
y Ciencia de la Fundación Pablo VI
Artículo publicado en fpablovi.org