Leemos en la Biblia que “el hombre justo es como el árbol plantado junto a la corriente, no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin” (Jr 17, 8). Al contemplar a Jesús metido en el río Jordán, he unido las imágenes. Solía aplicar la figura del árbol junto a la acequia a los que tenemos por justos, y nadie más justo que Jesucristo. San Pedro así lo llama en el discurso de Pentecostés: “Vosotros renegasteis del Santo y del Justo” (Act 3, 14).
Si el árbol plantado junto a la corriente da buen fruto, ningún árbol ha estado más próximo al manantial que brota del lado derecho del santuario, según el profeta Ezequiel, que el árbol de la Cruz, regado por el borbotón de agua que salta hasta la vida eterna, manantial de gracia, que nace del costado de Jesucristo.
Si los frutos de los árboles que crecen a las orillas del caudal sagrado llegan a la sazón, ningún árbol ha dado mejor fruto maduro que el árbol de la Cruz, según canta el himno litúrgico. “Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!”
Puede parecer extraña esta concurrencia de imágenes. Sin embargo, durante toda la Pascua de Navidad las lecturas y las fiestas litúrgicas han unido contantemente las fiestas del nacimiento de Jesús con los pasajes de su muerte y resurrección. Así lo contemplábamos al celebrar al primer mártir, al discípulo amado, a los santos inocentes, y al escuchar el pasaje del sepulcro vacío, o la profecía de Simeón sobre la espada de dolor que atravesaría el corazón de la Madre de Jesús.
Si la escena de Jesús en el Jordán nos lleva a esta mirada complexiva del Misterio de la Redención, quienes participamos por el bautismo en la vida de Jesús nos deberemos sentir invitados a ser como árboles plantados junto a la corriente de gracia; es el secreto para no perecer en tiempo de sequía ni en momentos de turbación.
Por el bautismo hemos sido incorporados al Justo, y nuestras obras deben acreditar que somos ramas del mismo árbol frondoso y fecundo, que es Jesucristo. Con san Pablo deberíamos confesar: “Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, primero del judío, y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios de fe en fe, como está escrito: El justo por la fe vivirá” (Rm 1, 16-17).
Renovemos nuestra pertenencia a Jesucristo, y celebremos el regalo del bautismo, de que nuestras vidas han sido plantas junto al torrente de gracias, de amor de Dios.
Ángel Moreno Buenafuente