Hoy nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor (Lc 2,10)
La celebración de las fiestas navideñas tienen tal relieve en toda la sociedad, su “envolvente” es tan amplio, que es difícil encontrar quien -de algún modo- no las festeje. Pero, los humanos tenemos tendencia a quedarnos con los guilindujes, con lo que es “guarnición”, mero adorno, y obviar “el plato fuerte”, es decir lo que realmente se celebra.
Hace ya años oí contar a un preclaro sacerdote coruñés -que dedicó su larga vida a la causa misionera-, que en un viaje que hizo en las navidades a Japón, donde el cristianismo es mínimo, se extrañó de encontrar la ciudad pletórica de luz; y cuando preguntó a alguien qué celebraban allí, le contestaron: “¡No sabemos!, esta es una fiesta que nos vino de Occidente”… Hoy, también entre nosotros no pocos nos darían respuestas semejantes; nadie deja de celebrar y lucrarse de estas fiestas, pero envolviéndolas -pervirtiéndolas- en un alto grado de descristianización, laicismo y pasotismo con el que nos toca convivir; tan baqueteados hacia lo anecdótico, hacia lo superficial… Y hay que reaccionar, como nos dice el Papa Francisco: “En esta sociedad no podemos pactar con la cultura del descarte”.
Lo que se celebra, “el plato fuerte”, el meollo, el fondo de la fiesta, es ese insondable misterio: ¡Nace Jesús!, el Redentor del hombre, el Emmanuel, Dios con nosotros… El Niño del portal es el protagonista. Adviene a nosotros en una singular familia: Jesús, María y José componen la Sagrada Familia en la que encontramos el modelo cristiano. Es por eso por lo que la Iglesia de Cristo se organiza como una familia -y, ahora, en la Natividad del Señor, lo percibimos mejor-, cada familia compone la Iglesia doméstica. No dejemos de considerar que las fiestas navideñas son eminentemente familiares, y por eso, de un modo particular y desde cada familia, hemos de ahondar en los profundos valores que nos presenta. La luz del Niño es una luz familiar; se extiende primero a María y a José, y desde ahí, a toda familia cristiana, llamada a reflejar la luz del hogar de Nazaret.
Jesús nació para iluminar con la luz de Dios nuestro camino sobre la tierra. Nuestro Dios se hace Niño, pequeño, humilde, pobre, indigente, para que nosotros, afincándonos en su humildad, podamos ser grandes. “También Jesús quiere que le estrechemos en nuestros brazos, que le demostremos nuestro amor, nuestro interés. Que abandonemos nuestra pretensión de autonomía y acojamos la verdadera fórmula de la libertad, que consiste en reconocer y servir a quien tenemos delante” (Papa Francisco). En estas fiestas todos debemos de aprovechar al máximo ese deseo de bien que habita en lo más profundo del corazón del hombre.
Con el nacimiento de Belén la luz de Dios nos envuelve en su resplandor, ya que Jesús, el Señor, ha nacido para nosotros, para mostrarnos al Padre, revelarnos el misterio escondido de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo… Nos ha dejado atisbar tal misterio con el signo del nacimiento virginal de Jesús en la noche–buena del portal. Para eso, ahora se nos invita a acudir el establo de Belén para “tocar a Dios, acariciarlo, besarlo”; …acercarnos al Niño con la sencillez de los pastores, con la adoración de los ángeles, con la anhelante búsqueda de los Magos.
¡Qué no nos quedemos solamente en los meros “aderezos” de estas fiestas!: vacaciones, comidas, regalos, luces, adornos, villancicos, christmas…, ni siquiera en los belenes (“La instalación del belén en hogares y en las ciudades es una recta manifestación de fe, capaz de despertar a un mundo que tiene el riesgo de olvidar las realidades eternas”). Dejémonos llevar de la mano de la Iglesia en su rica liturgia navideña tomada de la inicial Iglesia de Jerusalén en la que los fieles se reunían por la noche junto a la gruta de Belén (Misa de nochebuena) recordando el nacimiento de Jesús; volvían a Jerusalén y celebraban a la aurora la Misa de pastores, y durante el día una tercera misa. No lo olvidemos, es en Misa donde adecuadamente nos situamos en Belén, que es la “Casa del pan”, donde el mismo Jesús se hace presente sacramentalmente, se ofrece al Padre en sacrificio y se nos da en comida para hacernos “sembradores de paz y de alegría”. ¡Eso es lo que nos traen estas fiestas!
Y no dejemos de considerar que la noche santa del nacimiento del Redentor está ya marcada por la dureza y la frialdad del corazón humano: “No había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7). “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11); se canta en un clásico villancico: “Vine a la tierra para padecer”… Ya ahora, en la Pascua navideña, aletea el Misterio Pascual. Jesús tomó una naturaleza como la nuestra, con sus debilidades y cruces, para liberarnos del pecado por su pasión y muerte. Los brazos del Niño Jesús que en la cuna se estiran hacia su Madre y José, son los mismos que en la Cruz se estirarán para redimir al mundo entero. Cuando aparezcan en escena la maldad de Herodes, la dureza del exilio, la profecía de Simeón, María y José entenderán que los gozos de la Navidad, sazonados con la renuncia y el sacrificio, conducen al verdadero amor y a la salvación del hombre.
Jomigo